Cuaresma 4 (A) – 2011
April 03, 2011
La narración de la sanación de este ciego de nacimiento es transmitida solamente por el evangelio de san Juan, sin paralelos con los otros evangelios. Su condición de judío y de discípulo amado de Jesús le han permitido transmitirnos esta invaluable historia de fe y este testimonio perenne sobre verdades eternas.
Los especialistas en la Biblia consideran que su estilo literario sobresale por su sencillez, naturalidad y cierta nobleza de espíritu. Esta sobriedad le permite elaborar su reflexión teológica con gran sinceridad al tiempo que transmite una intensa convicción de fe.
Hay que enfatizar que este evangelio presenta muy bien la geografía y las circunstancias culturales y políticas de la Palestina de entonces.
El escritor sagrado, conocedor de las circunstancias y dificultades que empezaban a afrontar las primitivas comunidades cristianas de la segunda y tercera generación tras la destrucción de Jerusalén por Tito en el año 70 de nuestra era, y, ante las herejías que empezaban a circular, utiliza el recuerdo de este milagro para insistir en la humanidad y el mesianismo de Jesús que él mismo revela.
Pero pasemos ahora a considera la bellísima historia que nos presenta el evangelio de hoy y hagamos también nuestras preguntas y démonos respuestas procurando encontrar el mensaje de Jesús para nuestras vidas.
Veamos algunos de los elementos de la curación de este ciego. En la milenaria cultura y tradición judías el barro es la materia para la creación del hombre. La saliva representa una especie o forma de concentración de la vida. Al agua en todas las culturas se le reconocen propiedades de limpieza, de purificación y curativas. Un ciego de nacimiento es una persona sumergida permanentemente en las tinieblas, sin experiencia y conocimiento de la luz.
Jesús, aprovechando una pregunta circunstancial, (¿quién pecó para que naciera ciego?) sana al ciego de nacimiento. Lo cura en sábado quebrantando la ley judía y utilizando elementos de la naturaleza y del contexto de la cultura.
Se genera una reacción de preguntas en cadena. ¿Quién es éste que no respeta el sábado?
¿Cómo niega la transmisión hereditaria del pecado? ¿Cómo cuestiona su influencia en los males físicos y en las condiciones negativas de vida que nos afectan?
Jesús, tras afirmar que él es la luz del mundo, hace una cruda y contrastante transición al realizar el inesperado proceso terapéutico de sanación del ciego. Hace barro con un poco de tierra y su saliva para curar una ceguera de nacimiento y desvelar una oscuridad definitiva.
Para quienes están ciegos por sus creencias y convicciones es imposible ver y percibir el fondo de esta afirmación: “Soy el Hijo del Hombre, el Mesías”. Como el ciego, no ven, o lo que es más grave, no quieren ver más allá de sus presunciones.
San Juan ofrece una catequesis bautismal para su comunidad. La curación del ciego es una iluminación y una nueva creación: comienza con el barro y el lavatorio ordenado por Jesús. La ceguera no era un castigo por pecado alguno; va a servir de ocasión para revelar la gloria de Dios. También como vehículo para recibir la gracia de Dios, la luz, que nos hace hijos suyos, nos brinda el perdón de los pecados y nos hace hermanos de Jesucristo.
La narración permite percibir la actitud de incredulidad y resistencia para aceptar la revelación de Jesús como luz del mundo, verdad sobre la que insiste desde su comienzo este evangelio. Entonces como ahora hay una actitud de rechazo y renuncia tenaces para acoger el evangelio y practicar las enseñanzas de Jesús.
La controversia entre fariseos y el ciego culmina con su expulsión, como eran expulsados los judíos de las sinagogas a partir de esa última década del siglo primero.
Jesús completa el milagro con el regalo de la luz de la gracia, de la fe a este hombre, don gratuito después del cual concluye con una afirmación que es una dramática advertencia: “He venido a este mundo para un juicio, para que los ciegos vean y los que vean queden ciegos”.
El final es impresionante, por decir lo menos. Un hombre sumido en la oscuridad es bañado por el regalo gratuito de la gracia divina. Y es iluminado por la revelación de Jesucristo como el Mesías esperado. Se abre de corazón y mente a esta verdad. La acepta plenamente, sin condiciones ni reparos. No le importan ya ni la expulsión de los judíos ni la indiferencia de sus propios padres. El que había nacido ciego, ahora ve física y espiritualmente y lo demuestra postrándose a los pies de Jesús.
Hombres y mujeres de diferentes condiciones y clases, de distintas culturas y nacionalidades, tenemos que preguntarle a Jesús y preguntarnos, y nosotros, ¿estamos ciegos? Con humildad y sencillez, sin prejuicios de naturaleza alguna, en lo más íntimo de nuestro seri tratemos de escuchar la respuesta que a cada uno nos da Jesús este domingo.
Pero además, cada uno de nosotros debe agachar la cabeza y rendirse a su amor para encontrar una respuesta sincera. En un diálogo sincero con este Jesús viviente y presente en neutras vidas, asumamos una actitud espontánea como la del ciego ya curado, inmerso en la luz de Jesucristo.
Es nuestro momento, aquí y ahora, para decirle con toda nuestra mente, todo nuestro corazón y con toda nuestra alma, cuando Jesús nos pregunte: “¿Crees en el Hijo del Hombre?”, podamos contestarle: “Ayuda mi incredulidad, Señor, ¿quién eres para que creamos en Ti?” Que cada uno pueda escuchar esta respuesta: “Soy Jesús, el viviente, presente y actuante día y noche en tu vida”. Respuesta más que suficiente para que podamos cambiar y mejorar nuestras vidas.
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