Cuaresma 4 (A) – 2023
March 19, 2023
LCR: 1 Samuel 16:1–13; Salmo 23; Efesios 5:8–14; San Juan 9:1–41
Dios actúa de incontables y maravillosas maneras en nuestra vida, de formas insospechadas que pueden darnos vida nuevamente cuando pasa por nuestro camino. Así sucede en el Evangelio de hoy. El milagro del ciego de nacimiento es sorprendente. Jesús hace brillar la luz y pone de manifiesto los colores a alguien que nunca los había visto, pues andaba en oscuridad; no sólo de una manera física, también espiritual por la culpabilidad que cargaba.
El Evangelio de Juan narra que es Jesús quien ve al ciego de nacimiento, nota su presencia. Los discípulos también se dan cuenta y quieren saber por qué ese hombre había nacido así, a lo cual sólo dan dos alternativas: era ciego por culpa de sus padres o por su propia culpa. Los discípulos decían esto porque existía la creencia popular en el mundo judío que, si una persona nacía con alguna condición genética desfavorable, una condición especial o enfermedad, era consecuencia de los pecados de sus padres. Esta creencia hunde sus raíces en varios pasajes del Primer Testamento, donde las maldiciones duraban varias generaciones; así, leemos en Éxodo 20:5: “Soy un Dios celoso: castigo la culpa de los padres en los hijos, nietos y bisnietos cuando me aborrecen”.
Jesús, el Hijo del Dios vivo, claramente corrige esta mala comprensión y abre los ojos, no sólo al ciego, sino a quienes le seguimos, afirmando que la gloria de Dios se manifiesta en él y en todos, independientemente de cuáles sean la condiciones con las que hayamos nacido o con la que actualmente vivamos. Hoy podemos explicar, a través de la ciencia, porqué surgen las enfermedades o porqué algunos nacen con algunas necesidades especiales sin tener que relacionarlo con los pecados. Tales ocurrencias son consideradas como parte de la condición humana y del existir como seres vivos. Sin embargo, no nos sorprendamos si escuchamos en algunos grupos cristianos la misma percepción errónea según la cual se justifican estas circunstancias como consecuencia del pecado intergeneracional. Debemos tener claro que Jesús superó esas ideas y fue más allá al mostrar que en toda situación hay oportunidad de encontrar la manifestación amorosa de Dios, especialmente en medio de la enfermedad y las condiciones dolorosas de la vida.
Siguiendo la narración, Jesús le devuelve la vista al ciego formando lodo de su saliva y del polvo del suelo. Esto nos recuerda la creación del ser humano narrada en el libro del Génesis, según la cual Dios modeló al ser humano con arcilla de barro. Lo que Jesús nos dice es que con Él se está formando la nueva creación y, en este caso particular, creando un nuevo hombre que vivía en la oscuridad y la culpa.
Sin embargo, el ciego no recobra la vista de manera instantánea. Luego de poner el lodo en sus ojos, Jesús le envía a lavarse en el estanque de Siloé. Este paso para ser sanado no depende de nuestro Señor sino del acto de fe del ciego, en el ejercicio de su voluntad para desplazarse desde donde estaba hasta el estanque. Según la geografía, moverse desde el templo hasta el sur de Jerusalén no era algo tan simple para un ciego que no sabía por dónde ir. Sin duda debió pedir orientación y, con gran esfuerzo, finalmente logró llegar y se lavó. Entonces se cumplió la palabra de Jesús, su acto de fe le dio luz a su vida. El hombre que regresa ya no es un ciego, ya no hay oscuridad en su visión, un nuevo mundo ha despertado ante sus ojos. Ahora se trata de una persona nueva, embargada por el gozo y la alegría de ver lo que nunca hubiese podido imaginar. Jesús le vio en su camino, actuó en él, le indicó lo que debía hacer, y el ciego, con fe y la esperanza de poder ver, se esfuerza para hacer su parte y regresa. El hombre que va a lavarse parece no ser el mismo que regresa de nuevo al templo.
Luego viene la transformación espiritual que sucede unida a la sanación física, pues el antes ciego ahora ve también la luz verdadera que es Jesucristo. Esta luz lo ha convertido en una persona totalmente transformada, en un nuevo ser que ha dejado las ataduras de la oscuridad. Ya no tiene culpa, ha sido liberado totalmente de la creencia de llevar el pecado de sus antepasados. Jesús le ha quitado una carga insoportable desde su nacimiento que le quebrantaba su espíritu y lo había llevado a vivir sólo de la limosna que le daban. Ahora ha sido iluminado. Ver es la mayor experiencia de su vida y da testimonio de ella sin ningún temor y sin ocultar su pasado.
La narración del Evangelio nos cuenta, en repetidas ocasiones, cómo quienes le rodean y los fariseos se niegan a creer que sea el mismo hombre. Es más, mandan a llamar a sus padres para comprobarlo; con preguntas repetidas insisten como queriendo obtener por respuesta una negación de lo que ha ocurrido. Ahora, paradójicamente, los que son ciegos son otros; aunque puedan ver con sus ojos la realidad física, su ceguera espiritual les impide ver la transformación y la obra de Dios en un pobre pordiosero que estaba en las afueras del templo. No sólo cuestionan al que ha sido curado, sino a Jesús, y de manera perversa; se dicen unos a otros que estas acciones no pueden venir de Dios. Pero el que había sido ciego, ahora ve y está seguro de su fe y de la nueva realidad que vive; no se deja intimidar por las presiones, reconoce el poder de Dios que le ha transformado.
Por tanto, hermanos, sigamos el ejemplo del que era ciego y fue vuelto de las sombras al esplendor de la luz, para ver no sólo la realidad material, sino la realidad definitiva que ilumina todo: Jesús, nuestro Señor. En consecuencia, demos gracias a Dios por todas las situaciones que vivimos a diario, incluso aquellas adversas, y recordemos -como en el Evangelio de hoy- que también en ellas se manifiesta la gloria divina.
Jesús nos ratifica que no hay tinieblas de las que Dios no nos pueda sacar, incluso si pensamos que no hay claridad porque hemos estado acostumbrados a vivir en la oscuridad. Dispongamos nuestro ser para reconocer a nuestro Señor cuando nos encuentre, para ver su luz y, así, depositando nuestro acto de fe y voluntad, nazcamos de nuevo y podamos decir junto al que era ciego: ¡Creo, Señor!
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