Cuaresma 3 (A) – 2020
March 15, 2020
¡Agua, oh bendita agua de vida! Este precioso liquido sin el cual nadie podría vivir, elemento fundamental que refresca y vivifica es, al mismo tiempo, causa de enormes tragedias y situaciones de muerte. Sabemos de pueblos enteros que desaparecen debido a las inundaciones, derrumbes y avalanchas; en contraste, otros pueblos desaparecen por la aridez, altas temperaturas y sequias interminables. A causa del agua muchos han manipulado, controlado, explotado y humillado a infinitud de personas, mientras que otros se enriquecen con la industria del agua. Ésta es la gran ironía en torno al preciado líquido.
Reflexionemos por un momento en el gran conflicto que hoy se ha desatado sobre el tema del agua en diferentes partes del mundo y, particularmente, en nuestros pueblos. Un ejemplo sensible es el caso de los inmigrantes indocumentados que tratan de pasar una frontera para encontrar un mejor futuro para ellos y para sus familias. Un caso cercano, es el de la frontera entre México y los Estados Unidos; los caminantes se arriesgan a cruzar las desérticas montañas de Arizona y Nuevo México, soportando calores de 40 grados Centígrados o 103 grados Fahrenheit, lanzándose a morir de sed o desaparecer para siempre en el desierto, con tal de alcanzar sus “sueños”; en medio de este mismo drama, las iglesias y organizaciones han encontrado maneras creativas de ejercer su ministerio llevando galones con agua a los caminos por donde pasan dichos inmigrantes. También se pueden ver representantes del gobierno estadounidense destruyendo los recipientes del agua y buscando las maneras de penalizar al “buen samaritano” que trata de ayudar al inmigrante. ¡Qué ironía! ¡Y todos los casos giran en torno al elemento vital del agua!
Asimismo, por la falta del precioso líquido, el pueblo de Israel, en su camino hacia la libertad y la tierra prometida, se sintió tentado a regresar a los viejos días de la esclavitud, el maltrato, el abuso y la indignidad de vida que llevaban en Egipto, todo con tal de no soportar la sequía, la aridez, el calor y la sed en sus vidas. Por ello reclamaban a Moisés: ¿Para qué nos hiciste salir de Egipto? ¿Para matarnos de sed, junto con nuestros hijos y nuestros animales?”
Por su parte, el evangelio, nos presenta a Jesús de Nazaret con sed. Sin embargo, opuesto a lo vivido por el pueblo hebreo en medio de su triste deseo de volver a ser esclavo con tal de tener agua, la sed de Jesús no consiste en la carencia de agua sino en la necesidad que él ve en la samaritana. Esta sed lo lleva a un diálogo profundo y sincero con la mujer. ¡Es éste el recurso que halla, el evangelista Juan, para presentarnos a Jesús como el Mesías, el Señor!
Y es que la samaritana representa un pueblo que, por razones históricas, religiosas, políticas y sociales, era considerado por los judíos como un pueblo infiel y, por lo tanto, indigno. Los samaritanos eran procedentes de la rama de los israelitas cuyos antepasados habían aceptado a dioses de otros pueblos con tal de no ser deportados; también había entre ellos colonos extranjeros no judíos que habían conquistado a Samaria. Por esto, los samaritanos recibían de parte del pueblo judío rechazo e indignación. En el pasaje de hoy, podemos ver cómo la acción de Jesús llega, no solamente al pueblo que espera la promesa, sino también a todos los pueblos del mundo. Él viene a sanar las heridas, individuales o colectivas, creadas entre pueblos y naciones. Jesús llega a ofrecer el perdón y la capacidad de reconocernos como pueblos unidos, sin guerras ni fronteras, donde la hermandad y la solidaridad se hacen posibles.
Hoy, Jesús nos hace descubrir que quien está al otro lado de la frontera es tan hermano, humano y necesitado de amor, como aquel que es nuestro connacional; que tanto el inmigrante indocumentado del desierto padece de sed, como el misionero que coloca el agua o el agente de inmigración que destruye el recipiente y penaliza al buen samaritano. ¡Qué grande y profunda es la acción de Jesús, el Mesías y profeta de la vida! Ésta es la sed de Jesús: la falta de amor y solidaridad que ve en su pueblo.
Pero no es solo eso. El agua también es el elemento por el cual, Jesús, toca la fibra más íntima de nuestra existencia. La sed nos lleva de la necesidad física a la necesidad espiritual del amor. Pues, dado que Dios es amor, lo que en realidad nos dice Jesús es que el que no ama no está en Dios, y no estar en él es vivir con el corazón seco, árido y en amenaza de muerte. Sólo en el amor de Dios hay vida en plenitud; el amor de Dios es el agua que quita la sed, y quien vive en ese amor nunca más vuelve a tener sed, nos dice Jesús. ¡Y qué gran verdad!
Finalmente, el agua nos lleva a pensar en el inicio de la vida espiritual: el santo bautismo, aquel sacramento por el cual entramos a la gracia de Dios y sellamos con él un pacto sagrado: “Yo soy tuyo, tú eres mío”. Entregamos nuestra vida al Dios de la vida y recibimos de él su promesa de vida sin fin, eternidad sin angustia, sin lágrimas, luto ni dolor. ¡Que bendición!
Que la Cuaresma sea un tiempo oportuno para reconciliarnos con Dios, con la familia, con la comunidad eclesial; para reconocer cuando hemos faltado a la caridad e ir a la fuente del amor y beber de ella. Como Jesús no juzgó a la samaritana, así hace con todos; él perdona y reestablece, sana y ofrece una nueva oportunidad, un nuevo amanecer de la vida. Esa es la misión iniciada por Jesús y que hoy continúa por la acción del Espíritu Santo.
En esta cuaresma, tratemos de ponernos en el lugar de la samaritana, hablar con Jesús quien ve nuestra sed profunda, sentir nuestra propia sed y acepar que Jesús es la fuente de agua de vida y de amor. Éste es el tiempo propicio para pedirle con bondad: ¡Oh, buen Jesús! dame siempre de esa agua para que nunca más vuelva a tener sed; porque vivir sin tu vida es amargura, sin tu amor la vida es aridez, sin ti no hay esperanza; sin ti, estamos golpeando nuestra vida contra la roca dura de la indignidad, la esclavitud, el sinsabor y el desprecio causantes de tanta sed, heridas y agotamiento: “Señor, dame de esa agua, para que no vuelva yo a tener sed.” Amén.
El Reverendo Fabio Sotelo es sacerdote Interino de la parroquia de San Eduardo y sirve como misionero en la parroquia de San Beda en la Diócesis de Atlanta, Georgia. Tiene una licenciatura en Filosofía y Letras de la Universidad de Santo Tomas, Bogotá, Colombia, Una Licenciatura en Teología del Seminario Santa María, Emmitsburg, Md., y actualmente adelanta un doctorado en Liturgia en la Universidad del Sur, Sewanee, Tennessee.
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