Cuaresma 2 (A) – 2011
March 20, 2011
La liturgia de este domingo nos ofrece la alternativa de escoger entre dos pasajes bíblicos: uno del evangelio de san Juan, cuyo tema trata del bautismo, y el otro del evangelio de san Mateo que nos presenta la transfiguración de Jesús. Dos situaciones diferentes, pero que en el fondo conducen al mismo fin, nuestra transformación en Dios.
Hemos decidido desarrollar el tema del evangelio de san Juan, y, al final, hacer una conexión con la transfiguración de Jesús, que es figura de la que nosotros también recibiremos cuando lleguemos al más allá.
Juan presenta una escena como tomada de una novela o de una película. Un personaje importante, llamado Nicodemo, en la oscuridad de la noche, se llena de valor, y se atreve a ir a la casa de un joven maestro, que está captando la atención de todo el mundo. Este maestro, se llama Jesús.
Nicodemo era maestro de la Ley, era fariseo, era viejo y era rico. Leemos en el capítulo diecinueve del evangelio de san Juan que cuando dieron sepultura al cuerpo de Jesús, Nicodemo llevó cien libras de una mezcla de mirra y áloe. Solamente una persona rica podía comprar esa cantidad. Si escogió ir por la noche pudiera ser para no ser visto, o para hablar con calma cuando ningún curioso les importunara con preguntas.
El término “fariseo” suena mal hoy. En aquel entonces no era así. Los fariseos, al parecer, eran la mejor gente de todo el país. Entre ellos formaban una especie de hermandad en la cual prometían, ante tres testigos, cumplir todos los detalles de la ley.
Para los judíos de aquel tiempo, la Ley era lo más sagrado, y comprendía los cinco primeros libros del Antiguo Testamento: el Pentateuco. Creían que en esos libros se encontraba la palabra perfecta de Dios. Añadir o substraer algo era pecado grave. Según esto pensaban que en los libros del la Ley se contenía todo lo necesario, explícita o implícitamente, para ser santo y llevar una buena vida. En los libros de la Ley había principios generales, nobles y amplios que todo judío debía cumplir. Sin embargo, para algunos judíos eso no era suficiente. Pensaron que era necesario deducir de esos principios generales, normas y leyes más específicas y concretas que regularan toda situación en la vida. Con este proceder cayeron en el famoso legalismo de que fueron ellos mismos víctimas. Realmente fueron esclavos de leyes ridículas que ellos mismos crearon.
Uno de los casos más típicos era la observación del sábado. El día de sábado era santo y no se podía trabajar. Ese era el principio general. De ahí se pasaron a legislar los trabajos que estaban prohibidos y los que no estaban. Esto fue tarea de los escribas. Y escribieron infinidad de páginas y capítulos haciendo largas listas de trabajos prohibidos. Hoy día, muchos de ellos nos parecen chistes. Por ejemplo, hacer un nudo en una cuerda o en una soga, era trabajo. Deshacer el nudo también era trabajo. Por este ejemplo nos podemos imaginar la situación tan ridícula, y espiritualmente malsana, en que habían caído.
Por eso, podemos comprender que Jesús –según los fariseos – quebrantara el sábado tantas veces. Curar en sábado era pecado. Pero, sabemos muy bien, que Jesús obraba muchos signos milagrosos solamente de palabra. Eso no implicaba esfuerzo físico, pero, para los fariseos también era pecado.
Pues, bien, sin duda alguna, este señor fariseo, rico y anciano, llamado Nicodemo, se aventuró a visitar al joven y pobre maestro, llamado Jesús, para averiguar por qué se portaba de una manera tan peculiar. Diplomáticamente Nicodemo le confiesa a Jesús, que sin duda ha sido enviado por Dios a enseñar algo nuevo, la prueba de ello son los milagros que hace, pues solamente uno, con poder divino, podría hacerlos.
Jesús le responde: “Es necesario nacer de nuevo”. Algo así como decirle: “No pierdas tanto el tiempo en la observancia de normas y preceptos pequeños y sin importancia. Lo que cuenta es nacer del Espíritu”. En otras palabras. Es necesario nacer “del agua”, pero sobre todo “del Espíritu”.
La pregunta de Nicodemo es muy extraña: “¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo?” (Juan 3:4). Jesús, no se dejó intimidar, y respondió con cierta ironía: “Tú eres maestro de Israel, ¿y no entiendes estas cosas?” (Juan 3:10). Nicodemo debiera haber entendido a Jesús. Este no era un tema nuevo. Los profetas, especialmente Ezequiel y Jeremías, habían hablado repetidas veces de que Dios daría al pueblo un corazón nuevo y un espíritu nuevo. Tener un espíritu nuevo era equivalente a renacer. Cuando un prosélito abrazaba el judaísmo se decía que era como un niño recién nacido. Era una nueva criatura.
En la fórmula agua y espíritu, Jesús está colocando todo el énfasis en el Espíritu. El agua es solamente un símbolo. El Espíritu es fuerza, es vida. El Espíritu nos transforma. Por el contrario, lo que procede de padres humanos es humano, es pasajero, desaparecerá.
Sin embargo, con el Espíritu, sucede algo así como con el viento, que sabemos que existe por los efectos que produce: sopla y hace ruido. El Espíritu produce unos efectos maravillosos de transformación y santificación.
Decíamos al principio de este sermón que la otra lectura alternativa que presenta la liturgia de hoy trata de la transfiguración del Señor. En el capítulo diecisiete san Mateo dice que “el rostro de Jesús resplandeció como el sol y su ropa se volvió blanca como la luz” (Mateo 17: 2). Este acontecimiento fue un pequeño fenómeno místico para demostrar el maravilloso poder del Espíritu, y también cuál será nuestro destino futuro.
Aquí en la tierra muchos santos han experimentado en ellos mismos la fuerza arrolladora del Espíritu, especialmente aquellos santos que llamamos místicos. La palabra “místico” significa “oculto”. Y quiere decir que estos santos han vivido en lo oculto de su alma el gran poder del Espíritu de Dios. Recordemos algunos: san Francisco de Asís, santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz. En estos santos, como en muchos otros, ese poder de Dios se ha manifestado externamente de muchas maneras: en fenómenos de carácter corpóreo como: en raptos, éxtasis, transverberaciones o heridas del corazón, sudor de sangre y lágrimas de sangre; y otros fenómenos también de carácter corpóreo pero que parece que anticipan nuestra condición gloriosa futura como: luminosidad, sutileza; telepatía, levitaciones, bilocaciones. Estos son solamente algunos ejemplos, porque lo que puede hacer el Espíritu de Dios no se puede expresar en palabras, es maravilloso, es sublime. Y todo ello, es un anticipo de la vida eterna.
Queridos hermanos y hermanas, la palabra de Dios es eterna, si escuchamos su mensaje y lo ponemos en práctica estaremos caminando por los caminos del Espíritu. El Espíritu da vida, da gloria, da felicidad eterna.
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