Cuaresma 1 (B) – 2012
February 27, 2012
Una vez había un pequeño pueblo con tres iglesias. Sus ministros se reunían cada semana para hablar de situaciones y retos que cada uno de ellos confrontaba. Sucedió que en este pequeño pueblo hubo una invasión de murciélagos y muchos de ellos encontraron un nuevo hogar en las tres diferentes iglesias. Eso dio ocasión para que los tres ministros, como hacían usualmente, se reunieran pero esta vez con la intención de tratar de resolver un problema que tenían en común.
El primer ministro dijo: “Yo creo que lo que debo de hacer es conseguir un saco grande, poner dentro de él algo comestible que atraiga a los murciélagos y cuando caigan en la trampa, cerrar el saco, llevarlo al desierto y dejarlos que se escapen una vez que ya se encuentren lejos de mi iglesia. El único miedo que tengo es que los murciélagos con sus radares puedan eventualmente regresar a la iglesia y tenga otra vez que lidiar con el mismo problema”.
El segundo ministro dijo: “Yo tengo un escopeta y aunque no deseo matar a ninguno de ellos, pienso que si empiezo a tirar tiros hacia el techo de la iglesia, el sonido de los tiros les meta miedo y salgan volando rápido. El único miedo que tengo es que los murciélagos tienen tan buen sentido de audición que cuando ya no escuchen los ruidos que los espantó del templo, regresen a la iglesia y tenga otra vez que lidiar con el mismo problema”.
Finalmente, el tercer ministro dijo: “Yo creo que yo sí tengo la perfecta solución a nuestro problema. Voy a reunir a todos los murciélagos, los voy a bautizar y así garantizo que nunca más van a regresar a la iglesia”.
La historia que acabo de contar es mucho más que un chiste. En verdad, para muchos ministros se convierte en una realidad que no tiene que ver nada con murciélagos pero sí con lo que frecuentemente ocurre en nuestras iglesias: se presenta una familia por primera y segunda vez y después de unos domingos, le preguntan al sacerdote lo que se necesita para que uno de sus familiares, la mayoría de las veces un niño o niña, sea bautizado. Se comprometen, aunque quizás sin mucho entusiasmo, a las charlas de preparación que normalmente se requieren antes del bautismo y cuando llega el día tan importante no solamente en sus vidas sino también en la vida de la congregación, se presentan muy bien vestidos, agradecidos y contentos. Pero desafortunadamente, ya el domingo siguiente no regresan a la iglesia. Este viene siendo un patrón tan usual que muchos de los ministros en la Iglesia ya han perdido ese entusiasmo que tenían antes cuando pensaban que a través de la celebración de ese bautismo, iban a lograr nuevos miembros para la Iglesia y para la viña del Señor.
Y por eso en este primer domingo de Cuaresma, en el cual el evangelio nos relata el evento del Bautismo de Cristo, yo quisiera compartir con todos ustedes un poco acerca de ese santo e importante sacramento.
Para muchos de nosotros que nacimos en países donde la religión es tan vital en la vida del pueblo, el bautismo es central y un requisito para cada niño poco después de su nacimiento. Nos han enseñado, a través del miedo, que si un niño recién nacido no es bautizado y se muere, no merecerá “ir al cielo” sino a un lugar que ni se nombra en la Biblia, “el Limbo”. Consecuentemente, los padres hacen todo lo necesario para que ese niño o niña sea bautizado lo más pronto posible. Preguntas como ¿Cuánto cuesta? ¿Cuántos padrinos son necesarios? ¿Tienen que ser miembros de una Iglesia? ¿El niño puede ser bautizado si sus padres no están casados por lo civil o por la iglesia? etc. son entre las típicas. Y aunque todas esas preguntas son muy importantes y se deben de hacer, la más importante viene siendo: ¿Qué es el sacramento del bautismo?
El sacramento del bautismo es aquel momento muy importante en que Dios y la Iglesia reciben de una manera muy especial a uno de sus hijos. Es aquel momento en que cada uno de nosotros, personalmente si éramos ya adultos o si no a través de nuestros padres y padrinos, nos comprometemos a vivir una vida en comunidad, nutriéndonos con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, siguiendo su ejemplo y el de los apóstoles y dispuestos a perdonar y a ser perdonados. Por eso el día en que se celebra un bautismo y le damos la bienvenida a un nuevo miembro de la congregación, todos en la Iglesia prometen una vez más a aquellos votos bautismales que se hicieron el día de su propio bautismo y bienvenida a la Iglesia. Y por eso al final del ritual, la congregación presente pronuncia las siguientes palabras dirigidas al recién bautizado: “Nosotros te recibimos en la familia de Dios. Confiesa la fe de Cristo crucificado, proclama su resurrección y participa con nosotros en su sacerdocio eterno”.
Si algo es importante para nosotros los latinos es “LA FAMILIA”. Nuestras vidas rodean alrededor de esa realidad tan importante en nuestra cultura. Veneramos a nuestros padres, nos fajamos pero amamos a nuestros hermanos y hermanas, estamos agradecidos por la herencia y enseñanza de nuestros abuelos y de tías y tíos, y ahora nuestros padrinos también son parte de nuestra inmediata familia. Sin ellos no podemos existir emocional y espiritualmente. Pero además de esa importante familia existe otra, la familia de la Iglesia y de Dios nuestro Padre y de Jesucristo, nuestro hermano. El día en que Cristo fue bautizado por Juan el Bautista, cuando salió del Río Jordán se oyó la siguiente proclamación de Dios sobre él: “Eres mi hijo muy amado en el que estoy muy complacido”. Esas son palabras que Dios una vez más proclamó y seguirá proclamando cada vez que uno de sus hijos se convierte en un nuevo miembro de una congregación a través del sacramento del bautismo. Y Jesucristo, desde su trono celestial, nos proclama las siguientes palabras: “Tú eres mi hermano o mi hermana y yo te amo mucho”.
Dios y su Hijo nos aman con un amor personal y sin limite y nos invitan a que experimentos ese amor en el contexto de esta congregación que es una parte tan importante de nuestras vidas pues aquí todos somos hermanos y hermanas y nos necesitamos los unos a los otros.
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