Cristo Rey (C) – 2013
November 25, 2013
Con la solemnidad de Cristo Rey de reyes, Señor de señores, culminamos este año litúrgico y nos preparamos para iniciar el próximo domingo, el año nuevo litúrgico con el primero de Adviento.
La finalidad de la solemnidad de este domingo es resaltar el señorío universal de Jesús, confesado así por las primitivas comunidades cristianas; Cristo viene de la palabra griega Christós que significa el ungido, y equivale al hebreo Mesiah que también significa ungido. Para las primeras comunidades cristianas quedó claro que la vida y la obra de Jesús le merecieron por parte del Padre el título de Mesías o Ungido lo cual quedó probado con la resurrección.
La convicción de los discípulos del Maestro y de los demás seguidores desde aquellas primeras generaciones es que Jesús ha recibido ese título a fuerza de servicio, de aceptación y acogida de todos los “desechados” por la sociedad, por la religión, por el sistema vigente a quienes les devolvió la auténtica figura Dios, Padre misericordioso que a todos ama con la misma medida sin distinción de raza, pueblo o nación.
Ahora, es cierto que Jesús no colma en un principio las expectativas mesiánicas de sus contemporáneos precisamente por eso, porque ni sus palabras ni sus acciones se ajustan para nada a lo que comúnmente se pensaba que debía ser el Mesías. Quiere decir esto que para la época de Jesús, la esperanza mesiánica tenía varios matices: religiosos, políticos y sociales. Miremos esto con un poco más de precisión.
Desde muy antiguo el pueblo israelita esperaba una intervención especial de Dios a través de un enviado; una intervención que se encaminara directamente a un cambio de situación. Ya desde la época en que empezó a decaer el período de los jueces, unos mil años antes de Jesús, el pueblo, que vivía en la tierra prometida, comienza a experimentar la opresión a manos de los nuevos dirigentes: los reyes.
Podemos decir con toda claridad que el período de la monarquía fue el gran pecado de infidelidad al proyecto comunitario de Dios cuando condujo a su pueblo a la tierra de la libertad. Y todo comienza cuando los jueces empiezan a corromperse; de esto nos da testimonio el segundo libro de Samuel, el último de los jueces de Israel. Los ancianos de Israel van hasta donde él para decirle: “Mira, tú ya eres viejo y tus hijos no se comportan como tú. Nómbranos un rey que nos gobierne, como es costumbre en todas las naciones. A Samuel le disgustó que le pidieran ser gobernados por un rey, y se puso a orar al Señor. El Señor le respondió: –Escucha al pueblo en todo lo que te pidan. No te rechazan a ti, sino a mí; no me quieren por rey” (2 Samuel 8:5-7).
Y aquí arranca el “calvario” histórico para Israel. A pesar de que al pueblo sencillo se le hizo creer que la monarquía era voluntad de Dios y que el rey era señalado por el mismo Dios; es necesario decir que en realidad esta fue una jugada de los grupos dominantes del momento, y ese es un grave peligro que tienen las comunidades de todos los tiempos: hacerles creer que los intereses de una minoría dominante expresan de algún modo el querer de Dios.
La demostración más clara e histórica, de que Dios nunca estuvo de acuerdo con la monarquía fue precisamente la aparición de profetas que desde su libertad e independencia del poder, no les tembló la voz para denunciar valientemente el descuido de cada nuevo monarca respecto a sus deberes como guía, como líder principal del pueblo. La cuestión es muy simple: la monarquía fue para Israel un retroceso a la época de la servidumbre en Egipto, pues se trata de una estructura esencialmente injusta, creadora de una sociedad desigual, excluyente y esclavizante. Cuando una estructura es así, por más que quien la dirija sea un santo, no por eso, desaparece el pecado estructural del fondo. Desafortunadamente, esto no lo detectó ningún profeta y por eso ninguno de ellos llegó a proponer la eliminación de la monarquía a pesar de que criticaron duramente a los monarcas. La monarquía llega a su fin con la destrucción de Jerusalén y del templo y con la deportación de la clase dirigente a Babilonia (587 a.C.). Ya para esta época, gracias a la predicación de los profetas, se había comenzado a formar la esperanza de un rey bueno y justo, un Mesías que hiciera todo lo que los reyes o pastores anteriores no habían logrado hacer (cf. la primera lectura de este domingo).
Para la época más inmediata al advenimiento de Jesús, esta esperanza tenía varios matices: los dirigentes políticos, que no se sentían cómodos con la presencia romana en el territorio esperaban un Mesías con la suficiente fuerza para expulsar de Israel la porción de ejército romano acantonado en Palestina y que le devolviera a los dirigentes judíos la autonomía en sus asuntos; los interesados en una vivencia religiosa más acorde con la rutina cultual del templo, esperaban un Mesías que purificara el templo y el culto de un modo definitivo; otros, por fin, las masas oprimidas y empobrecidas, esperaban un Mesías comprometido con las necesidades sociales, que les garantizara el alimento, la tenencia de un pedazo de tierra… en fin, que los liberara de la opresión de los políticos, de los representantes del templo y de los romanos.
A pesar de los diferentes tintes de la esperanza mesiánica, había en todos un sentir común: la tarea del Mesías, vista desde cualquier ángulo, era exclusivamente suya, pues para eso ¡vendría investido con todos los poderes otorgados por Dios! La irrupción de un Mesías considerado así, no podía darse sino en medio de truenos y todo tipo de fenómenos cósmicos; en cuanto al lugar, se suponía que debía ser en Jerusalén.
De acuerdo con todo lo anterior, es apenas lógico que nadie creyera en Jesús como Mesías; recordemos que sus paisanos por poco lo tiran por un despeñadero cuando anunció en la sinagoga de Nazaret que los dicho por el profeta Isaías comenzaba a cumplirse en ese momento (Lucas 4:16-30), hasta sus mismos parientes lo tomaron por loco y buscaban la manera de aislarlo de la gente (Marcos 3:21); pero antes de estas cosas, recordemos que el mismo Tentador hizo todo lo posible por hacerlo desistir de su proyecto de vida que había sellado ya con su bautismo y que el Padre había refrendado con sus palabras: “Este es mi hijo, el predilecto, escúchenlo” (Marcos 1:9; Mt 3:13-17; Lucas 3:21s; Juan 1:29-34); cierto que a medida que va avanzando su ministerio, “La gente se asombraba de su enseñanza porque les enseñaba con autoridad, no como los letrados” (Marcos 1:22), y en otra ocasión la gente se preguntaba “¿quién es este que hasta el viento y el lago le obedecen?” (Marcos 4:41).
De todos modos, ni los mismos discípulos a quienes Jesús escogió como seguidores suyos fueron capaces de entender ni de ver en su Maestro la presencia del Mesías; es que ellos también tenían expectativas semejantes a las de sus contemporáneos; por eso Pedro reprende a Jesús cuando les anuncia que el Mesías debía padecer a manos de las autoridades de Jerusalén, morir y después resucitar (Marcos 8:32 y par.); por eso, las autoridades de Jerusalén sólo pueden ver en Jesús a un blasfemo (Marcos 14:64), un agitador (Lucas 23:1,5), un evasor de impuestos (Lucas 23:5) y un impostor (Lucas 23:2); por eso, Jesús decepciona tanto a Judas que no duda en ponerlo en manos de los sumos sacerdotes (Marcos 14:10; par.).
Para nosotros hoy, es “fácil” confesar que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, el Rey del universo, porque desde niños nos enseñaron esa fe; valdría la pena ahora que nos pusiéramos en el lugar de Jesús para intentar comprender cuánto tendría él que luchar para descubrir y aceptar su vocación de Hijo de Dios, cuánto le costó aceptar que su tarea mesiánica no podía encaminarse por la espectacularidad ni por el populismo, sino desde el acercamiento humano a cada uno para sembrar en cada corazón la semilla del cambio hasta lograr que esa transformación que todos anhelaban germinara primero en cada corazón. Nos hace falta identificarnos más con Jesús, vivir la experiencia del anonadamiento, del despojo, de la entrega, hasta convertirnos en instrumentos vivos del amor del Padre; experimentar con entereza la derrota, la cruz, el rechazo, al estilo de Jesús, sin perder la confianza en el Padre así como Jesús, convencidos de que en la derrota está la victoria, en el rechazo está la aceptación, en la cruz está la resurrección.
Abramos hoy nuestro corazón a Jesús, digámosle que estamos dispuestos a que reine en nosotros y que nos haga dóciles de espíritu para entender la dinámica de su reinado.
— El Rvdo. Gonzalo Antonio Rendón-Ospina es sacerdote de la Iglesia Episcopal en Colombia. Por algunos años sirvió en la Diócesis Episcopal de Colombia en San Lucas (Medellín) y en la Catedral de San Pablo (Bogotá). También fue comentador de las lecturas dominicales del Ciclo A y parte del Ciclo B. Ha colaborado en otras publicaciones como Diario Bíblico Latinoamericano y los comentarios pastorales de La Biblia de nuestro pueblo. Ahora trabaja como profesor virtual de una importante universidad virtual de Colombia.
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