Cristo el Rey (C) – 20 de noviembre de 2022
November 20, 2022
LCR: Jeremías 23:1–6; Salmo 46; Colosenses 1:11–20; San Lucas 23:33–43.
Llegamos hoy al último domingo del año litúrgico y para celebrarlo, como lo debe hacer un buen discípulo, la Iglesia nos invita a volver nuestros ojos a ese Jesús con quien caminamos todo este año (y todos los tiempos) y a reconocerlo como Rey universal.
Durante todo el año hemos visto actuar a Jesús en los campos, pueblos y aldeas de su tierra natal, lo vimos entregar voluntariamente su vida por la causa del reino que somos nosotros y nos regocijamos con su resurrección, la más grande prueba de que el Padre estaba con él y aprobaba en todo su proyecto de amor y de justicia. Es apenas lógico que al final de todo reconozcamos su reinado absoluto, un reinado ganado a fuerza de servicio, entrega, anonadamiento; no se trata, por tanto, de una simple “advocación”, “¡Jesucristo, Rey universal!”, es auténtico reconocimiento y adhesión al Único que puede regir nuestra vida.
Si admitimos y confesamos que Jesús es rey, tenemos que comprenderlo desde una nueva mirada. En el mundo antiguo, al que pertenece Jesús, era costumbre celebrar con mucha pompa, gala y boato el ascenso de un nuevo rey al poder. Venía primero la unción con el óleo, luego la coronación y finalmente la entronización, enmarcado todo en una gran fastuosidad, regocijo y celebraciones festivas que podían durar varios días. Algunos reyes acostumbraban a construir una torre como signo de su poder; con un detalle muy interesante que se usaba, especialmente en Mesopotamia, donde la mencionada torre tenía en su último piso una especie de cámara nupcial; allí subía el rey el primer día del año y esperaba hasta que supuestamente descendiera la divinidad a unirse con él en un estrecho abrazo marital. Al bajar, el pueblo estaba convencido de que su rey y la divinidad eran prácticamente una misma persona. De otro lado, los cronistas de la corte (los comunicadores de esos tiempos) se dedicaban a divulgar y exaltar la figura del nuevo rey, su origen cuasi divino y sus grandes “virtudes”; en fin, algo así como esa parafernalia que podemos ver hoy, de manera mucho más ampliada gracias a la moderna tecnología, era lo que acontecía en aquellos tiempos. Después de todo venía el ejercicio del poder del nuevo rey quien, por lo general, mantenía o, peor aún, incrementaba las políticas de dominación y pauperización del pueblo o pueblos sobre los cuales tenía dominio a través del tributo económico.
Muy al contrario de lo anterior, pronto las comunidades cristianas empezaron a establecer la diferencia entre el poder de los gobernantes de su tiempo y el de quien ellos comenzaron a asumir y a confesar como su verdadero Amo y Señor: Jesús, el nazareno, el que fue crucificado, muerto y sepultado, pero resucitado por el Padre. En la conciencia de quienes conocieron a Jesús quedó marcada la imagen de ese campesino, al parecer, alegre, sencillo, sensible al dolor ajeno y abierto siempre para acoger a quien quisiera acercarse a escuchar su mensaje. Hablaba siempre de un reino o reinado de Dios y se esforzaba por describirlo a través de parábolas y de hacerlo presente y visible a través de signos tangibles como devolver la vista a un ciego, levantar un paralítico, devolverle a una viuda su único sustento; en fin, su tema favorito siempre fue el reinado de Dios, pero nunca se refirió a él en términos de poder ni dominación; todo lo contrario, cuando fue necesario aclaró que quienes tienen poder, dominan con la fuerza y el maltrato, pero que eso no puede suceder entre aquellos que acojan con radicalidad su enseñanza (Mt 20:24-28).
Quería decir entonces Jesús que para quien tiene el poder y el dominio los demás no importan, sólo le sirven para lograr sus fines y mantenerse en el poder. Por tanto, el proyecto de Jesús es generar una nueva conciencia basada en la resistencia contra toda estructura de poder y dominio, y empezar a construir un nuevo modelo de relaciones donde priman la solidaridad y el servicio porque el otro es mi hermano en quien me puedo apoyar y a quien puedo servir como apoyo; un nuevo modelo de comunidad donde no queda nadie marginado ni excluido a causa de ningún aspecto: social, de género, oficio, edad, ni condiciones físicas ni de salud.
Recordemos que en el tiempo de Jesús los empobrecidos no podían mezclarse con los acaparadores ricos, las mujeres y los niños no podían integrarse con los hombres, los enfermos tenían que guardar distancia y, dependiendo de su enfermedad y apariencia física, no podían siquiera entrar al templo a participar del culto. Se trata, pues, de un panorama social, político, económico y religioso que exige a gritos una propuesta de cambio; pero, sobre todo, una propuesta basada en la idea o el concepto sobre Dios. Apenas lógico para un pueblo tan teocéntrico y hasta teocrático. ¡Dios es quien manda! Pues… sí, pero no así.
Para nosotros, como cristianos hoy, la única referencia para determinar la calidad del reinado que propone Jesús no puede ser otra que su ministerio público, volcado siempre hacia los marginados de su tiempo (él mismo era un marginado) y su final en la cruz. Jesús nunca pretendió ser rey; es más, cuando percibió que la gente, después de escucharlo y ver sus obras, querían tomarlo a la fuerza para proclamarlo rey, se escabulló del lugar (Jn 6:15), seguramente con tristeza y decepción porque, después de todo, no le habían entendido nada.
Permitamos que esta imagen de Jesús, que nos muestra hoy el evangelio, nos interpele y golpee nuestra conciencia, nuestra manera de entender a Jesús, pero, sobre todo, la manera como transmitimos hoy a Jesús. Ese hombre en la cruz, según sus adversarios derrotado y convertido en objeto de burlas, le está devolviendo a la humanidad lo que una religión distorsionada había logrado: secuestrar al auténtico Dios de la vida y la libertad para poner en su lugar el fetiche de la ley maquillada con la imagen de Dios.
No hablemos a nuestras comunidades de Jesús como rey a secas; hagamos el ejercicio de ponernos todos y todas delante de su cruz y hacer que por nuestra mente pasen todas las escenas de su vida, sus palabras, gestos y acciones y, con la mano en el pecho, declaremos si estamos dispuestos o no a seguir su camino, a replicar sus enseñanzas y, sobre todo, a ofrendar nuestra vida por la causa del amor, la verdad y la justicia.
Ante la realidad que vivimos hoy de exclusión, marginación y rechazo a la dignidad humana, de nada sirve que anunciemos el reinado de Jesús. Más allá del anuncio, este hombre crucificado nos pide que continuemos su obra y que, aun en los momentos más extremos, no perdamos la esperanza porque siempre, a nuestro lado, habrá un crucificado al que nosotros también tenemos que infundir esperanza con las mismas palabras de Jesús: “hoy estarás conmigo en el paraíso”. Que así sea.
El Rvdo. Gonzalo Rendón es clérigo de la Iglesia Episcopal de Colombia y es docente universitario. Presta sus servicios en la Parroquia Santa María del Monte Carmelo, en la Costa Norte de Colombia y es profesor en el Centro de Estudios Teológicos de la Diócesis.
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