Adviento 3 (B) – 2023
December 17, 2023
LCR: Isaías 61:1–4, 8–11; Salmo 126 o Cántico 8; 1 Tesalonicenses 5:16–24; San Juan 1:6–8,19–28.
Ya estamos a once días de la Navidad y con razón este domingo se llama el domingo “de la alegría”. Es así por la exhortación que nos dirige San Pablo al iniciar la epístola de hoy: “Estén siempre contentos”. ¿Cómo nos sentimos hoy? Si hay alguna tristeza en nuestro ser, y hoy nuestros rostros no estaban preparados para sonreír, es hora de cambiar de parecer. Hay una alegría más grande que inunda nuestros corazones. Ése es el mensaje central de hoy, porque la celebración del nacimiento de nuestro Salvador está muy cerca y su luz brilla en las tinieblas. Nada puede apagarla. Es así como en la liturgia este domingo usamos una vela de color rosa, para expresar el gozo que sentimos por su venida tierna y frágil, como un bebé. Esta vela, junto a las demás, anuncian la verdadera luz, de la cual habló Juan el Bautista.
Las lecturas de este domingo nos hablan bellamente de cómo el Mesías prometido está a la puerta. En la primera, del libro de Isaías, la venida del Señor se describe como un “perfume de alegría en vez de llanto”. “¡Cómo me alegro en el Señor! [exclama el profeta] Me lleno de gozo en mi Dios, porque me ha brindado su salvación, ¡me ha cubierto de victoria!”. Así es, somos vencedores en nuestro Señor, estamos contentos porque la alegría proviene de él. Cada vez que somos conscientes de la salvación que nuestro Señor nos brinda, la alegría inunda nuestras vidas; estamos contentos, no por nuestros éxitos o resultados por el día de hoy, sino porque el amor de Dios es más grande que todo el dolor y el sufrimiento que nos rodea. Ser cristianos es irradiar el perfume de la alegría. Los demás pueden sentirlo y verlo, hay algo más que nosotros mismos llenando nuestras vidas.
Tal vez hemos escuchado la frase atribuida a Santa Teresa de Ávila: “Un santo triste es un triste santo”. La Bienaventurada Virgen María, en su vocación de madre de nuestro Señor, recibió este llamado con alegría, en medio de todas las vicisitudes que enfrentó; por eso, en el hermoso canto del Magníficat, escuchamos con júbilo: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador”. Esta exultación de María proviene de las profundidades de su ser. Gracias a su “hágase”, la encarnación de Cristo fue posible. Ahora veneramos a la madre de Dios como un ejemplo de santidad, fe y alegría. Ella nos dio ejemplo, pues a pesar de las adversidades, el rechazo, la pobreza, la persecución, el llanto e incertidumbre que tuvo que enfrentar al llevar a su hijo en su vientre, abrazó decididamente el plan privilegiado que Dios le tenía reservado. Su actitud es el reflejo de una inmensa alegría que perdura por siempre: “Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su Nombre es santo”.
Nosotros somos partícipes de esta felicidad. Somos bendecidos al saber que Dios vino a nuestro encuentro, como uno de nosotros, en la manera más humilde posible, para que absolutamente nadie quedara excluido. Jesús es la luz que ilumina toda oscuridad. Juan, el Bautista, era consciente de ello, por eso anunció: “Abran un camino derecho para el Señor”. ¿Cuál es ese camino? Son nuestras mentes y corazones. Abramos las puertas del alma para encontrarnos con Jesús, con su persona, su vida y con la práctica de su mensaje.
¿Qué sigue? Lo mismo que con María, Pablo, el Bautista y muchísimos más: estar llenos de alegría. Si dejamos a nuestro señor Jesucristo entrar en nuestras vidas, sentiremos una felicidad duradera y verdadera. Él mismo fue inmensamente feliz y nadie lo ha sido tan intensamente como él. Sabemos muy bien que no la tuvo fácil, y tampoco nosotros, pero estuvo totalmente satisfecho con lo que hizo en la tierra y por completar su plan de Salvación para todos. Al principio parecía haber fracasado estrepitosamente, pero los planes de Dios no van acorde a nuestra lógica humana.
A lo largo de la historia muchos han gastado sus años pensando acerca de la felicidad, incluso los filósofos griegos escribieron tratados. Aristóteles -300 años antes de Cristo- decía: “La felicidad es el fin que busca todo ser humano, y ese deseo guía a todas las acciones humanas.” Y nadie parece dudar en darle la razón.
También habremos escuchado que cada año sale una encuesta que mide el índice global de felicidad. El resultado de este año ya está publicado. Algunos desearían ir a vivir a los países mejor ranqueados porque quisieran ser más felices. Pero hay una propuesta mucho más simple, accesible y profunda que puede llenar todas nuestras insatisfacciones: invitar a Jesús en nuestras vidas. Él es el recurso inacabable de la felicidad. Y, aunque esto no excluye las dificultades que nos hacen momentáneamente infelices, con Él vivimos en inmensa alegría, en gozo que exalta de propósito nuestras vidas.
Esa es la alegría que esperamos con el Nacimiento del Jesús. Él es nuestra razón existencial. Cuando tenemos a Dios como centro, todo lo demás tiene sentido. Existimos gracias a Él, vivimos en Él e iremos a Él. Su acción en nosotros se resume en amor infinito que hace brotar el bien de nuestro interior; su amor transforma todo. Sintámonos plenos, porque la felicidad que proviene de Dios es inextinguible y se prolonga más allá de lo que podemos imaginar, más allá de nuestros límites. Celebremos con alegría este tercer domingo de Adviento y esperemos sonriendo el milagro del pesebre. Amén.
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