Adviento 1 (B) – 2020
November 29, 2020
[RCL]: Isaías 64:1-9; Salmo 80:1-7, 16-18; 1 Corintios 1:3-9; San Marcos 13:24-37
“¿Qué es lo propio del cristiano? Velar cada día y cada hora,
para estar pronto en el cumplir perfectamente lo que es agradable a Dios,
sabiendo que a la hora que menos pensemos viene el Señor”.
(San Basilio)
El Adviento resume perfectamente el misterio de la esperanza cristiana. En este tiempo hemos de distinguir una perspectiva existencial y otra cultual o litúrgica que se complementan. La espera cultual, que tiene su culmen en la celebración de Navidad, se transforma en esperanza proyectada hacia la segunda venida del Señor. No esperamos al Señor con los brazos cruzados: el esfuerzo humano por la justicia, la paz, el equilibrio social… es una contribución esencial para que el mundo madure y se transforme progresivamente. El Adviento nos hace desear ardientemente el retorno de Cristo, pero la visión de nuestro mundo injusto, sembrado de odio y discordia, nos revela su inmadurez para ese regreso glorioso y final.
La venida de Cristo y su presencia en el mundo son un hecho. ¿Qué sentido tiene, entonces, esperar su venida? Estamos ante una tremenda paradoja: Cristo es, al mismo tiempo, presente y ausente, posesión y herencia, actualidad de gracia y promesa: “ya, pero todavía no”.
En el “ahora” de cada celebración eucarística, actualizamos el misterio gozoso de la venida y de la presencia salvífica del Señor entre nosotros. Este continuo esperar y experimentar, año tras año, los efectos de su venida y de su presencia, irán madurando la imagen de Cristo en nosotros. La repetición no es circular, sino en espiral: cada vez que vivimos la experiencia cultual del Adviento y la Navidad adquirimos un mayor grado de elevación y profundidad. Cada año la espera tiene que ser más intensa y ardiente y la experiencia más profunda y definitiva; la liturgia del Adviento es un acontecimiento nuevo e irrepetible. En este sentido nos es presentado el “pan de la Palabra el día de hoy”.
En el Evangelio que escuchamos, enmarcado en el contexto del capítulo 13 de Marcos, conocido como el del “discurso escatológico” o acerca del “fin”, Jesús, tomando como referente el fin de los tiempos, manifiesta con un lenguaje apocalíptico, es decir de esperanza: “las estrellas caerán del cielo y las fuerzas celestiales temblarán”, es decir, el firmamento como era entendido en la cosmología hebrea llegará a su fin. Recordemos que la bóveda celestial tiene un orden y una precisión estricta: el sol siempre sale por el oriente y se oculta por el occidente, el movimiento de la tierra y de los astros ha permitido predecir cuándo serán los eclipses, cuándo un planeta estará más cerca o más lejos, cuándo se podrá ver una constelación, un cometa, etc. Se trata de una sincronía armónica perfecta. Cuando estos elementos del cosmos son removidos del escenario, el hombre se siente perdido: ¿qué hora, qué día es? ¿Cómo andar en el desierto o navegar en el mar, sin estos puntos de referencia?
Meditemos algunas frases del Evangelio de este domingo:
“Entonces se verá al Hijo del hombre…”. Cristo, en este nuevo orden cósmico, se manifestará finalmente glorioso ante los ojos del mundo entero. Éste es el fin de la historia humana: la manifestación plena y perfecta del señorío de Jesús. Comprendamos que el fin será el triunfo de la vida; somos destinados a la vida plena, a la vida eterna, desde allí debemos comprender nuestra vida actual. Somos destinados a la esperanza.
“Reunirá a sus escogidos”. La vida terrena de aquellos que han tomado la decisión de tratar de vivir coherentemente los valores del Reino no puede terminar de cualquier manera. Al final, serán de nuevo llamados ya no para el seguimiento (discipulado) sino para compartir la gloria plena y eterna junto con aquél a quien siguieron, sirvieron y entregaron sus vidas por la causa de la instauración del Reino del amor. Seremos uno en Él y Él será uno en nosotros. Él vendrá por nosotros y nosotros iremos hacia Él. ¡Qué bella y maravillosa atracción! ¡El amado reunirá a sus amados para amarlos por la eternidad y para la eternidad!
Suena muy lindo y romántico todo lo anterior. Ésa es nuestra esperanza. Pero volvamos a la realidad actual: guerras, hambre, desempleo, discriminación social, racial y sexual, marginación, abusos de poder, tráfico de seres humanos, mafias de todo tipo, corrupción, etc. Por eso, ante la realidad presente, los discípulos pueden caer en dos tentaciones: el aislamiento del mundo -como algunos hacen- o la desesperación -como otros la sienten-. ¡Cuidado con estas dos posiciones y actitudes! ¿Acaso vivimos alguna de ellas? Ante esto Jesús propone:
Aprender la lección de la higuera: sus hojas renacen después del invierno anunciando la llegada del verano. El discípulo debe estar seguro de la pronta intervención de Dios en la historia. ¡Llegará, claro que llegará! de eso no hay duda. Por tanto, debemos alimentar la esperanza a partir de pequeños signos de bondad y de trabajo sincero en pro de la vida. ¿Qué signos de la llegada de ese verano vivimos hoy en nuestra vida?
Confiar en su promesa: el mundo ofrece muchas palabras que a la larga son relativas. Aparecen tendencias, posiciones, “modas” … pero al final, la última palabra la tiene Dios en la venida del Hijo del hombre y esa palabra es la que determina, en última instancia, la vida del discípulo. Es una palabra de confrontación, de misericordia, de amor, de esperanza. No debemos temer a esa última palabra. Debemos prepararnos todos los días para acogerla. ¿Qué tanta apertura a esa acogida tenemos hoy?
No hacer cálculos sobre el fin del mundo: a cada rato escuchamos palabras de charlatanes o pseudopredicadores atemorizando a las personas con el futuro, cuando éste no trata de miedo sino de esperanza, de preparación, de victoria. Sólo Dios Padre sabe el día y la hora. A nosotros nos compete el vivir cada minuto y cada segundo como si fiera el último, siempre direccionados hacia Dios. No hay que perder tiempo en lo que no podemos saber sino más bien invertir todas las energías en lo que sí sabemos: orientar nuestra historia hacia la finalidad para la cual fue creada, la salvación, la felicidad plena junto a Dios. Recordemos que somos seres destinados a compartir la gloria futura de Dios en la medida en que nos abramos, en esta vida presente, a ella.
No sabemos cuándo vendrá el dueño de la casa: si al atardecer, a media noche, al cantar del gallo o en la mañana. “No sea que venga de repente y los encuentre durmiendo … ¡Manténganse despiertos!”; es decir, estemos atentos siempre, no bajemos la guardia; vivamos cada instante como los scouts: “¡siempre listos!”. Recordemos que, en el evangelio de hoy, esta recomendación se repite tres veces siendo el centro del mensaje para este domingo: “¡Manténganse despiertos!”.
Y, mantenerse despiertos, significa reconocer continuamente que uno es un siervo que tiene una responsabilidad con su patrón. Todo “cuidandero” sabe que el tiempo más crítico es la noche, no sólo por la llegada de un ladrón sino también por la venida del dueño. Por eso no puede dormirse, debe estar despierto siempre, aunque sea difícil estar en vigilia de noche. Ésa es la vida cristiana: un permanente vigilar en medio del sueño normal que muchas veces produce la rutina, los problemas, el cansancio de la vida, las decepciones, etc. A pesar de todo: ¡no nos durmamos!
Mantengámonos despiertos en la oscuridad de la historia y de la vida, con toda nuestra existencia concentrada en el seguimiento del crucificado–resucitado que vendrá a llevarnos con Él. ¿Cuándo? ¿hoy? ¿mañana? ¿en un año? No sabemos. Los siervos “vigilantes” somos aquellos que estamos siempre listos para acoger y responder. ¡Que no nos agarre el sueño en este maravilloso y duro caminar hacia la esperanza y victoria plena!
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