Pentecostés 21 (B) – 13 de octubre de 2024
October 13, 2024
LCR: Amós 5:6–7,10–15; Salmo 90:12–17; Hebreos 4:12–16; San Marcos 10:17–31.
Muy amados hermanos y hermanas, abramos nuestra mente y nuestro corazón para dejar que esta Palabra, que el Señor nos dirige hoy, penetre hasta lo más profundo de nuestro ser y logre completamente su cometido: transformar nuestra vida.
En el octavo domingo después de Pentecostés tuvimos la oportunidad de conocer un poco sobre la figura de Amós, ese personaje que vivió en el siglo VIII a.C., oriundo del reino de Judá, pero que desarrolló su ministerio en el reino del norte. En aquella oportunidad, lo vimos en un diálogo un poco tenso con un sacerdote del santuario de Samaría quien le reclamaba al profeta que no debía meterse en territorio ajeno para realizar su ministerio. La respuesta de Amós fue contundente: “yo no soy profeta, ni vengo aquí porque quiera, el Señor me llamó y me envió a este territorio y eso hago, obedecer al Señor”; palabra más, palabra menos.
Vimos entonces, la gran diferencia que hay entre un funcionario de un sistema, cualquiera que sea, religioso, político, económico… y el que está al servicio de Dios. Éste es un auténtico profeta porque no depende de nadie, no tiene que “defender” a su jefe o a su patrón, su único interés es defender la causa del pobre que es la misma causa de Dios. Y eso justamente es lo que acabamos de escuchar hoy, una defensa clara y contundente de quienes padecen opresión de los poderosos, de aquellos que se convierten en “negocio” para los ricos.
El profeta lanza varios “ay”, que pueden entenderse como maldición o como amenaza, o ambas cosas a la vez. La sensibilidad del profeta ante las personas que tienen que vivir la humillación, la marginación y todas las privaciones en su vida, lo mueve a lanzar ese juicio crítico que hoy escuchamos. El profeta sabe que una sociedad que va dejando en la miseria a la gran mayoría de sus miembros es una sociedad enferma que tarde o temprano tendrá que enfrentar situaciones muy complicadas; no necesariamente porque haya una intervención divina, sino porque unas relaciones sociales tan desiguales terminan por corroer el sistema social.
Esa realidad es la que enfrenta Amós. Lástima que, como en la gran mayoría de los casos con el mensaje de los profetas, su voz no tuvo eco en el corazón de los opresores y enemigos de la justicia, quizá porque cuando nos sentimos en abundancia nuestra sensibilidad por el otro se pierde. Muchas veces el que más tiene siente que puede tener un poco más a costa de lo que sea y eso le pasó a la clase rica de aquel reino, concentraron la riqueza en unos cuantos y se olvidaron del que no tenía. Cuando llegó la destrucción de ese reino por parte de los asirios, todo lo perdieron, no pudieron salvar nada.
En consonancia con ese mensaje de Amós, vemos hoy un diálogo muy interesante entre un joven que se acerca a Jesús a pedirle un consejo: “¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?”. Jesús es consciente y sabe qué es lo que un judío piadoso debe cumplir y tal cual le expone al joven los mandatos de Moisés. Seguramente el joven sintió que ya todo estaba ganado porque cada uno de esos mandatos los cumplía desde que era niño. Sin embargo, Jesús va más allá. No basta con saber unos mandatos, incluso aparentar su cumplimiento; es necesario avanzar un poco más. Desafortunadamente en los mandamientos de Moisés no quedó suficientemente claro que nada de lo que está allí estipulado tiene suficiente valor si se hace de espaldas a una realidad que exige desprendimiento y compromiso con el hermano más vulnerable.
Y es justamente ahí donde el joven demuestra que una cosa es cumplir con unas normas que en su mayoría están en relación con unas sanas relaciones éticas, interpersonales, y otra cosa es ponerse en el lugar del que me necesita, lo cual exige renunciar a muchas cosas personales para hacer de esas relaciones actitudes concretas de justicia. Por eso la respuesta de Jesús, “Una cosa te falta…” Una sola cosa, un solo detalle: “anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres”, despréndete de todo aquello que te hace tan seguro; no sólo de lo material, sino de esa falsa seguridad de creer que cumpliendo normas externas ya estás en línea con el querer de Dios; haz eso, y luego ponte al servicio del otro, comparte tu vida con tu hermano excluido, marginado, empobrecido…“Luego ven y sígueme”.
Hasta aquí le llegó el buen ánimo al muchacho; se puso muy triste porque su mente, su corazón y toda su vida estaban al servicio del tener, de esa falsa seguridad que ofrece una religión mal interpretada y de unas relaciones deshumanizantes con la riqueza. De ahí la expresión de Jesús: “¡qué difícil es entrar en el reino de Dios!”. Pero aquí es importante que caigamos en cuenta de algo muy importante. Cuando Jesús habla de “entrar en el reino de Dios”, no está diciendo que esa “entrada” será al final de la vida de un individuo o al final de los tiempos. Para Jesús está claro que el reino de Dios es una realidad que él mismo está inaugurando ahora con su vida, con sus palabras y acciones; una realidad a la que él está llamando para que entren los que ahora sean capaces de entender cuál es la dinámica del reino. Y la dinámica del reino -o reinado de Dios- es la práctica de la justicia entendida como la posibilidad de que todos puedan disfrutar, primero que todo, de los bienes creados y, en segundo lugar, de una adecuada calidad de vida donde no haya unos hartos mientras otros pasan hambre, y poner la vida al servicio y en función de ese proyecto que implica solidaridad, fraternidad, sentido común.
Otro elemento muy importante que hay que tener cuenta es que en ningún momento Jesús condena la riqueza; ésta no es mala per se. Lo que sí es malo, y es lo que Jesús rechaza, es el ponerla como fin en la vida; por dejarse dominar por la codicia y el apego a los bienes materiales, el ser humano pierde sensibilidad por el otro, se deshumaniza, y con sus actitudes deshumaniza al hermano; en ese estado de cosas, Jesús ve como algo imposible que una persona así pueda “entrar” en la dinámica del reino porque para ello hay que desprenderse, entender que la riqueza o los bienes materiales son y serán siempre un medio, tener la firme fe de que si formamos parte de los que comparten, habrá para todos y sobrará.
Por supuesto que esto no es fácil de entender y, menos aún, de practicar. Usualmente nos llenamos de falsas seguridades como el joven aquél, nos conformamos con aparentar una supuesta conexión con ese Jesús del Evangelio, decimos que lo amamos, que le seguimos, que él es nuestro “Rey de Reyes y Señor de Señores”; pero qué tristes nos pondríamos si hoy le escucháramos esas palabras: “Una cosa te falta…”
¿Qué me faltará a mí para sentir que en verdad estoy dentro de la dinámica del reino instaurado por él? Examinemos nuestra vida y hagamos el propósito de no sentirnos tristes, como el joven, sino felices, alegres porque vamos por el camino adecuado. Amén.
El Rvdo. Gonzalo Rendón es clérigo de la Iglesia Episcopal de Colombia y es docente universitario. Presta sus servicios en la Parroquia San Lucas en Medellín, y es Rector y profesor del Centro de Estudios Teológicos (CET) de la Diócesis de Colombia.
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