Propio 19 (A) – 2023
September 17, 2023
LCR: Génesis 50:15–21; Salmo 103:(1–7), 8–13; Romanos 14:1–12; San Mateo 18:21–35
Mucho hablamos en nuestros días, abundante de confrontaciones violentas, sobre la necesidad de perdonar. El perdón constituye una de las experiencias humanas más difíciles, más cuando se trata situaciones complejas que causan profundo dolor. Nos cuesta perdonar. Con frecuencia en nuestros corazones hay resentimiento y gastamos horas dando vueltas a problemas que afrontamos en nuestras relaciones familiares, vecinales, laborales y sociales.
Socialmente es necesario el perdón a fin de generalizar las prácticas de no violencia y la reconciliación entre las personas, comunidades y naciones para la búsqueda de la paz. Desde el punto de vista de la psicología pastoral, aludimos al perdón como una decisión voluntaria y consciente que nos libera de sentimientos negativos como rencor, ira u odio, y nos permite vivir más plenamente. Pedir y otorgar perdón implica que nos disponemos a aceptar la responsabilidad de nuestras propias acciones con humildad, como opción de la vida cristiana. Aun así, el perdón continúa siendo un tema y una práctica sumamente difícil.
El Evangelio de hoy, a través del diálogo entre Pedro y Jesús, nos ofrece una sencilla parábola sobre la doctrina del perdón. Pedro, ese discípulo tremendamente inquieto, pregunta al Maestro y se atreve incluso a sugerir su propia solución: “Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarle? ¿hasta siete veces?” Obviamente el perdón es un acto voluntario del ser humano que nace del corazón, de ahí que sorprenda en algunas versiones el verbo “tener” que perdonar, utilizado por el discípulo.
La enseñanza rabínica en tiempos de Jesus era que se debía perdonar hasta tres veces. El rabí Yosé ben Janina decía “el que pide perdón a su prójimo no debe repetirlo más de tres veces”. Si se cometía una ofensa, hasta tres veces, se debía perdonar. Pero la cuarta vez ya no se debía pasar por alto la ofensa. Pedro ofrece una respuesta muy generosa al preguntar a Jesús si se debe perdonar hasta siete veces al ofensor, un número que simboliza la perfección de Dios. Seguramente esperaba que Jesús le alabara.
Pero la respuesta de Jesús sorprende: el creyente debe perdonar hasta setenta veces siete. En otras palabras, el perdón no tiene número definido ni límite, pues debe ser pleno, de corazón; además, siempre habrá situaciones qué perdonar. Muchas veces pensamos: “pero tampoco podemos ser demasiado tolerantes” o “no hay que dejar lugar a la impunidad”, o “puede que en algunos casos y con algunas personas aplique el perdón, pero en otros casos y a otras personas, definitivamente no deberíamos perdonar”. Aquí parece que los cristianos y cristianas nos distanciamos mucho de la enseñanza de Jesús.
Jesús ilustra con la parábola del perdón un concepto fundamental. En un primer momento se dice que un empleado debe al rey diez mil talentos (seiscientos millones de denarios, una suma astronómica). Nos ayuda a tener una idea sobre este valor, conocer que el salario del rey Herodes era de mil talentos anuales, lo que significa que el empleado debía el equivalente a diez años del sueldo de Herodes. La parábola, como otras veces hace Jesús, busca la exageración para ilustrar su profundo sentido. Se trata de una deuda impagable que el rey en su generosidad condona plenamente.
En un segundo momento, este mismo empleado que ha sido beneficiado con el perdón de su deuda, se comporta de manera cruel con un compañero que le debía una pequeña suma de cien denarios a quien hace apresar. El contraste entre la postura del rey y la del empleado es absoluta. Quizá nos preguntamos, ¿qué hizo mal el empleado? Él cumplió con la norma que legislaba cobrar las deudas dentro de los parámetros establecidos. Como muchos de nosotros, que pensamos que somos buenos cristianos y que hacemos el bien, el empleado se amparó en la ley vigente y actuó dentro de sus márgenes.
La actitud del empleado nos resulta escandalosa pues, con su corazón de piedra, no fue movido a misericordia por la acción del rey; no fue interpelado o tocado internamente por el perdón recibido; no fue transformado o convertido para hacerse justo y efectuar justicia; no abrió su corazón para sentir compasión por el otro; no fue capaz de situarse en el lugar del compañero y otorgar el perdón, siendo que él mismo había estado en tal situación desventajosa, incluso aún más grave. Para ambos casos regía la misma ley sobre la obligación de pagar las deudas dentro de los parámetros establecidos. En un caso, la misericordia se sobrepuso a la norma; en el otro, la crueldad utilizó la norma a su favor.
La misericordia, el perdón y el cuidado del otro y la otra es una “norma” que se encuentra por encima de cualquier otra norma civil, social, económica y/o política. Podemos comportarnos como buenos ciudadanos, “gente de bien”, cumplidora de las normas, pero eso no es suficiente. Unos individuos que cumplen las leyes, pero no son sensibles al sufrimiento del otro no están dentro de la lógica del Reino de Dios. Una sociedad que legitima las relaciones sociales por la vía del cumplimiento de las normas y no se compadece, es una sociedad enferma y egolátrica.
Por ello, el concepto de la parábola es doble. La vida del ser humano es el bien mayor. Una deuda que no le permita vivir, o incluso lo lleve a la muerte, debe ser suspendida, perdonada. En segundo lugar, la parábola afirma que la compasión y el perdón de las deudas y ofensas, deben ser replicados de unos a otros. Es por este camino que se va construyendo una cultura y un orden social nuevo.
La parábola nos recuerda que hemos de perdonar para ser perdonados. Que el perdón ha de ser recíproco. Quien no está dispuesto a perdonar no debería esperar el perdón misericorde de Dios. También en el Evangelio de Mateo se nos dice: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos obtendrán misericordia”. Frente a Dios somos deudores insolventes, pues todo cuanto somos, vivimos, hemos logrado y tenemos, de Él lo recibimos. Dios nos llama a ser hijos e hijas suyos, pues su amor, misericordia y perdón, no tiene límites. Y ese perdón recibido por gracia debe irradiarse hacia los demás y ser fuente de inspiración para otros. Hemos de estar dispuestos a perdonar a nuestras parejas, familiares, vecinos, hermanos de la Iglesia, compañeros de trabajo, incluso enemigos y deudores. Sólo esta dinámica y compromiso responsable por el perdón y la compasión será capaz de transformar las relaciones humanas interpersonales y sociales. Culminemos este momento de reflexión repitiendo una vez más la expresión del Padre Nuestro: “Perdona nuestras deudas y ofensas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores y a quienes nos ofenden”. Amén.
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