Pentecostés 7 (C) – 24 de julio de 2022
July 24, 2022
LCR: Génesis 18:20–32; Salmo 138; Colosenses 2:6–15, (16-19); San Lucas 11:1–13
¡Cuántas veces nos hemos sentido agradecidos porque, como proclama el salmo leído hoy, cuando clamamos a Dios él nos escucha, fortalece nuestro ánimo y asumimos con certeza que somos obras de sus manos y nunca nos abandona! Por eso, junto al salmista, le damos gracias porque su amor y su fidelidad son eternas para con el humilde.
También hemos de reconocer que, contrariamente, muchas veces sentimos que nuestras súplicas y peticiones no son escuchadas, que Dios pareciera estar ausente y lejano. En nuestros desiertos, enfermedades, dolores y penas le preguntamos ¿por qué me pasa a mí o a los míos? Dios pareciera mostrarse ajeno a lo que nos sucede, sordo ante nuestro clamor. Y nos faltan las fuerzas para seguir orando. En otros momentos no somos constantes en la vida de oración y queremos resultados inmediatos para todo, o sólo nos acordamos de Dios cuando tenemos problemas y estamos con la “soga al cuello”.
Tanto en el texto del Génesis como en el Evangelio de hoy, se nos habla de la insistencia y perseverancia en la oración. En el primero, se nos narra que en las ciudades de Sodoma y Gomorra había un profundo pecado social evidenciado en la explotación de los más pobres, la corrupción, el soborno de los jueces, la falta de hospitalidad con los extranjeros. Abraham conoce su realidad y le habla a Dios de problemas reales; por eso, ora, intercede, o más bien, regatea con Dios para que no sean destruidas estas ciudades. Trata a Dios con familiaridad y sencillez, como a un amigo cercano con el cual se puede negociar y discutir. Le habla con el corazón, desde las fragilidades y vulnerabilidad del pueblo, y le hace caer en cuenta que destruiría al inocente junto con el culpable, lo cual no sería coherente, justo, ni propio de Dios. Abraham le pregunta: ¿destruirás las ciudades si encuentras cincuenta personas honestas allí?, ¿y si sólo son cuarenta, o veinte, o diez? Y en atención a su insistencia, Dios reconoce las intenciones y buen criterio de su siervo.
En el relato del Evangelio los discípulos piden a Jesús un curso intensivo de oración, a la manera como enseñaban Juan el Bautista y los maestros de espiritualidad judía de su entorno. Le dicen: “Señor, enséñanos a orar”. Seguramente han visto a Jesús orando en momentos claves de su vida: en el bautismo en el Jordán, en el desierto enfrentando las tentaciones, al iniciar su ministerio de predicación y antes de tomar grandes decisiones en su vida. Él ora en la sinagoga y en el silencio del monte, ora para pedir por asuntos de la cotidianidad, pero también al entregar su vida por amor. Jesús cultiva su vida interior: le es familiar la oración porque ha seguido el camino espiritual del discernimiento que nos permite identificar qué cosas conviene pedir al Padre y cómo hacerlo. Sabe que es importante conocernos a nosotros mismos y a nuestras circunstancias para llegar a conocer a Dios.
En Lucas se nos trasmite una versión abreviada (en relación con el Evangelio de Mateo) de la oración del Padrenuestro enseñada a los discípulos. Ésta incluye seis peticiones articuladas en dos momentos centrales de la espiritualidad orante: la realidad de Dios y las realidades humanas. En la primera parte oramos santificando el nombre de Dios y pidiendo que su reino se haga presente en nuestro mundo, con lo cual nosotros y nosotras estamos llamados a cooperar; en la segunda parte nos hacemos responsables de los demás: oramos por las necesidades materiales y por la restauración de las relaciones rotas con nuestro prójimo en la medida en que nosotros necesitamos el perdón de Dios, y oramos para que el cansancio, la inconstancia, la insolidaridad, la codicia, la injusticia y tantas otras tentaciones no nos lleven al abandono del proyecto de Dios para nuestras vidas y el mundo. Al finalizar, Jesús utiliza esa hermosa imagen del amigo que llama insistentemente a la puerta para pedir tres panes y obtiene su respuesta. Por eso, Jesús les aconseja: “Pidan, y Dios les dará; busquen, y encontrarán; llamen a la puerta, y se les abrirá.”
Mínimamente en la semana repetimos la oración del Padrenuestro cada domingo: la hemos memorizado, la podríamos recitar incluso mecánicamente, sin ser muy conscientes de lo que decimos. Jesús nos invita a meditar, a reflexionar, pero sobre todo a dejar que las palabras penetren nuestro ser interior; que podamos masticarlas, rumiarlas, introyectarlas, asumirlas y preguntarnos por el significado e implicaciones de lo que estoy orando: ¿qué significa que Dios es mi Padre y el de toda la humanidad?, ¿cómo santifico el nombre de Dios?, ¿qué quiere decir que el Reino predicado por Jesús ha de venir y hacerse una realidad en medio nuestro? Éstas y otras preguntas sobre el contenido de aquello que oramos pueden guiar nuestro hablar con Dios.
Orar es sencillamente hablar o comunicarnos con Dios. Nos comunicamos con las personas que nos rodean de manera distinta. Tenemos formas de hablar más cercanas con nuestros familiares, nuestras parejas, hijos, padres, hermanos y hermanas. Nos expresamos natural y coloquialmente con los amigos, las personas cercanas de la iglesia, nuestros compañeros de trabajo. Y tenemos otras formas de hablar más formales con los extraños. Nos expresamos con palabras, pero también en un lenguaje corporal no verbal, pues a través de gestos comunicamos sentimientos y sensaciones; incluso nuestros silencios y nuestros ojos comunican. Cada uno y cada una de nosotras debe encontrar su propia forma de encontrarse y hablar con Dios: repitiendo plegarias de nuestra tradición, leyendo las Escrituras, dejándonos interpelar por los salmos que expresan los temores, angustias, incertidumbres, dudas, pecados, penas y alegrías; también en la contemplación de la naturaleza encontramos la presencia creadora del Espíritu y en la cotidianidad de la vida una maravillosa oportunidad de contemplar el amor de Dios en la vida concreta. Los místicos de la antigüedad y los maestros de la espiritualidad contemporánea nos muestran todos estos caminos de oración.
Muchas veces al orar nos complicamos con palabras rebuscadas, pero Dios no quiere frases altisonantes sino la apertura, sinceridad y entrega de nuestro corazón y vida en nuestro diálogo con él. Quiere que nos abramos, nos vaciemos de toda superficialidad y en la expresión verbal o el silencio le expresemos lo que sentimos, anhelamos o vivimos. Y que, en esa entrega, nos pongamos incondicionalmente en sus manos para que sea él quien actúe en nosotros y nuestras circunstancias. Como nuestro padre san Agustín de Hipona pedía: “que me conozca, que te conozca”, pidamos hoy profundizar y perseverar en nuestra vida contemplativa, meditativa y de oración de manera que podamos llegar al conocimiento de Dios y que, al mismo tiempo, nuestros amenes signifiquen que nos comprometemos a vivir como hijos e hijas suyos. Que así sea.
La Rvda. Dra. Loida Sardiñas Iglesias es Presbítera de la Iglesia Episcopal Anglicana, Diócesis de Colombia, donde ejerce su ministerio en la Misión San Juan Evangelista. Es profesora de la Pontificia Universidad Javeriana en Colombia. Sus áreas de interés son Teología Sistemática, Ecumenismo y Ética.
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