Sermones que Iluminan

Día de Pascua (C) – 17 de abril de 2022

April 17, 2022

LCR: Hechos 10:34–43; Salmo 118:1–2, 14–24; 1 Corintios 15:19–26; San Lucas 24:1–12

Hoy celebramos, con el corazón lleno de alegría, el acontecimiento más importante del cristianismo. La resurrección de Nuestro Señor Jesucristo es una realidad de la que nosotros hacemos parte. Es el final último de nuestro destino en el amor de Dios: resucitar con Él.

En los Hechos de los Apóstoles, Pedro proclama una verdad clara de Dios para con sus hijas e hijos: “no hace diferencia entre una persona y otra, sino que en cualquier nación acepta a los que lo reverencian y hacen lo bueno”. Este mensaje contradice con determinación la creencia judía, según la cual, sólo ellos eran el pueblo escogido; todos los demás no tenían la misma dignidad ante Dios y eran llamados paganos, considerados de un nivel inferior. Ya no es así. En la nueva vida resucitada que nos ha dado nuestro Señor no hay primeros y últimos debido a nacionalidad, color de piel, idioma, género, etnia, condición económica, belleza o edad. Ante Dios todos somos iguales. Lo verdaderamente importante es aceptarle y andar por el camino del bien que, en esencia, es el camino del amor.

Consecuentemente, en el Salmo leímos: “No he de morir, sino que viviré y contaré las hazañas del Señor”. Para el ser humano la muerte es una realidad dolorosa y desgarradora. Sabemos que algún día terminará nuestro tránsito por este hogar temporal, pero la aniquilación absoluta, la negación de la existencia en el más allá, es un enigma que nos intranquiliza.

Antes de Jesús no había una certeza clara acerca de la vida después de la muerte.

Además, no podemos negar cuánto dolor produce la muerte de los seres que más amamos. Incluso la muerte de hermanos más allá de nuestras fronteras geográficas nos parte el corazón, como sucede con en el conflicto bélico entre Rusia y Ucrania. Podemos sentir compasión ante el sufrimiento del otro y, en especial, de los inocentes. Tal vez hemos visto y escuchado cómo algunos intérpretes en las noticias rompían en lágrimas al traducir el horror de la guerra y la muerte que produce. Las desgracias de la humanidad no parecen detenerse justo cuando pensábamos que la Pandemia nos había dado una lección para valorar la vida. Parece que el egoísmo, la ambición del poder, la soberbia y tantas más perdiciones del ser humano continúan como si nada hubiese pasado.

En este sentido, en la primera carta a los Corintios, Pablo nos dice “Si nuestra esperanza en Cristo solamente vale para esta vida, somos los más desdichados de todos”. Y es que, en ocasiones, la desesperación, una mirada a corto plazo, el desconsuelo ante el horror que vemos, nos hace perder la esperanza, nos hace desfallecer, dando a la vida un valor insignificante o llevándonos a vivirla sin alegría. Imaginemos a los padres que han perdido sus hijos; es una carga insoportable. Cuando se ama profundamente la muerte es algo contradictorio y tormentoso.

Algo similar pasó a las mujeres que fueron a buscar el cuerpo muerto de Jesús y que no lo encontraron. El Evangelio de Lucas proclama que ellas: “No sabían qué pensar de esto”. Estas mujeres probablemente sintieron una punzada en sus corazones, sus almas estaban expresando lo que el lenguaje no podía decir: la sensación de la perdida. También nosotros, cuando la realidad nos abruma, cuando estamos desconsolados y tristes, cuando estamos en los episodios más difíciles de nuestra vida, sin duda podemos decir: no sé qué pensar de esto. Y en algún momento llegaremos a situaciones en las que no tendremos palabras para describir lo que nos sucede, pero sí lo hará ese pinchazo en lo más recóndito y profundo de nuestro ser que habla más allá de lo que podemos expresar.

Pero las mujeres vieron a dos hombres con ropas brillantes que les anunciaron el acontecimiento de la resurrección. Es así como recordaron lo que Jesús les había dicho y por eso lo contaron a los apóstoles, “pero a los apóstoles les pareció una locura lo que ellas decían, y no querían creerles”. De esta manera, contra toda lógica, razón y predicción, Dios superó la verdad a la que todos estaban acostumbrados: que la muerte era el final de todo. De ahí que a los apóstoles les pareció una locura.

Y sigue siendo una locura, pero de entrega amorosa por la humanidad. Obviamente este nuevo acontecimiento cambió la historia para siempre, la de todos los que lo testificaron y la de quienes seguimos después. La verdad es que la muerte no tiene la última palabra. La última palabra es la vida sin fin en el amor de Dios. Por tanto, tengamos claro lo siguiente: por más oscura, terrible e injusta que sea alguna situación existente, no se puede sobreponer a la entrega de amor hecha por nuestro Señor Jesucristo en la cruz.

Finalmente, cuando celebramos la fiesta más grande de nuestra fe, la locura del amor, la locura que nos lleva a vivir la vida plena sin fin en Cristo, la locura eterna que desde ya vivimos; pidamos una resurrección que levante nuestro amor por la vida desde al amanecer hasta el anochecer. Que la Pascua nos comprometa en la extensión de los valores del reino y en el reflejo de la resurrección en todo lo que somos, pensamos, decimos y hacemos, hasta cuando sea el tiempo escrito por Él antes de nuestra creación, cuando nos lo encontremos cara a cara y nuestra alegría sea total. Amén.

El Rvdo. Israel Alexander Portilla Gómez es sacerdote en la Misión San Juan Evangelista, Diócesis de Colombia, donde ha ejercido el ministerio desde diciembre de 2016.

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Contacto:
Rvdo. Richard Acosta R., Th.D.

Editor, Sermones que Iluminan

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