Propio 25 (A) – 2020
October 25, 2020
[RCL]: Levítico 19:1–2, 15–18; Salmo 1; 1 Tesalonicenses 2:1–8; San Mateo 22:34–46
¿Qué nos define como personas religiosas? Esta pregunta parece ser muy simple, pero las respuestas pueden ser muy diversas. Podemos, inclusive, reformularla cuestionándonos sobre cuál es para nosotros el centro de la religión. Reflexionemos un momento sobre esto.
Para algunos la religión es una costumbre, una práctica heredada, externa, que nos vincula al mundo de lo divino, a lo extra-mundano, que nos coloca en una realidad diferente de aquello que habitualmente nos circunda o compone nuestra vida. Para otros puede ser aquello que tiene que ver con el culto; dicho de otro modo, con prácticas y acciones que se hacen en el templo invocando la presencia, el perdón o la gracia divinas; en algunas oportunidades este apelo tiene que ver con una realidad de enfermedad, dolor, culpa o pecado. Para otros se trata de algo distante, que no toca la vida cotidiana sino con eventos específicos, por medio de pasos de una etapa a otra y que se expresan de forma explícita en eventos sacramentales como el bautismo, la comunión, la confirmación, el matrimonio o en el llamado a un ministro religioso momentos previos a la muerte o para rezar después de ella. De una manera u otra, cada uno de nosotros ha vivenciado estas formas de entender la práctica de la religión.
Ahora bien, a la luz del evangelio, precisamos dejar que Jesús toque nuestra cotidianidad y que su palabra habite en nosotros. Por tanto, partiendo del texto del evangelio que acabamos de oír, se hace absolutamente central preguntarle a Jesús, en la mediación de su palabra, ¿cuál es el centro de la religión?
Teniendo en cuenta el texto en su contexto, es menester señalar que el capítulo 22 de Mateo se haya en el marco de la sección en la que se anuncia la próxima venida del Reino de los Cielos. Es decir, el evangelio de hoy hace parte del anuncio del Reino como presencia y acción de Dios.
Esta mañana, vemos como Jesús responde al cuestionamiento que proviene de los fariseos quienes mantienen conflictos extremadamente significativos con Jesús. Dichos conflictos tienen raíz en su autocomprensión de ser perfectos en el cumplimiento de la Ley; su soberbia radicaba en el hacer y el hacer bien según las normas de la religión, pero más que normas de la religión, los preceptos derivados de la interpretación de la Ley. Para ello, sustituían la radicalidad de lo que llamamos “los mandamientos” por normativas cargadas de artilugios que aseguraban el cumplimiento de éstos. A la vez, la perfección del hacer de los fariseos generaba un mecanismo de “selección”; ellos eran perfectos por el cumplimiento de las normas “humanas” que devenían de la Ley y ello les daba la “autoridad” para evaluar las palabras y las acciones de Jesús. Por demás, cabe recordar que el judaísmo asumió y consideró, así como otras regiones de Asia, la regla de oro: “No hagas a los otros lo que no quieres que te hagan a ti” (Rabbí Hallel, 60 a.C – 1 d.C).
En nuestro texto, el protagonista es un fariseo quien además era doctor de la Ley, es decir, en él se sintetizan los dos “orgullos religiosos” que enfrenta Jesús: el que hace todo perfectamente y el que sabe todo perfectamente. Estos dos orgullos imposibilitan el corazón y la vida para reconocer en la persona de Jesús de Nazareth la presencia y la acción de Dios mediante el cumplimiento de sus promesas.
Este hombre pregunta: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante de la Ley? A lo que Jesús responde citando el libro del Deuteronomio: “Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente.”, y agrega: “hay un segundo, parecido a éste; dice: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”, expresión ya registrada en Levítico. La novedad de Jesús está en unir los dos elementos y superar radicalmente la compresión del conocimiento y cumplimiento de la Ley como algo ajeno a la vida, pues la vida es el lugar donde se pone realmente en juego el amor al prójimo como a nosotros mismos, es el lugar sagrado donde respondemos positivamente al amor a Dios desde la totalidad de nuestra identidad. El Reino no es para selectos, la vida es más importante que la religión. Cumplir la Ley de Dios no es otra cosa que honrar la vida, defenderla, cuidarla especialmente allí donde se exprese más amenazada.
El centro de la propuesta de Jesús que se nos muestra en el evangelio es el llamado a comprometer nuestra vida con el destino de la vida de los otros; defender, como lo hizo Jesús, el cuidado de la salud, pues sus “milagros” enfatizan el cuidado de la vida mediante el cuidado de la salud. Aún estamos inmersos en tiempo de pandemia y lo vivido deberá permanecer como aprendizaje casi que forzado de que el cuidado de la vida implica el cuidado de la salud y que el cuidado de la salud compromete recursos y posibilidades para la atención sanitaria de todas las personas, sin ningún tipo de restricciones o exclusiones.
El evangelio de hoy tiene como centro los valores del amor y la vida; es un “grito” que emerge desde la contestación de Jesús al doctor de la ley como respuesta a nuestra pregunta inicial: ¿Qué nos define como personas religiosas? ¿Cuál es el centro de la religión? Y la respuesta no es otra: el centro mismo de la religión es el cuidado de la vida, de la propia pero también de la vida amenazada de los que menos chances tienen en nuestra sociedad. Este amor concreto transforma en signos de credibilidad el discipulado de aquellos que nos sentimos parte del movimiento y de la propuesta de Jesús de Nazareth.
El Reino de Dios es por la vida y la dignidad de todas las personas y esto debe manifestarse en nuestra liturgia, en nuestra espiritualidad y especialmente en la forma que tenemos que vivir nuestra cotidianidad.
¡Que Dios, fuente de vida, nos ilumine y fortalezca!
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