Propio 24 (A) – 2020
October 18, 2020
“Al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios” parecería una máxima extraída del refranero de nuestros pueblos. La sabiduría popular interpreta esta expresión, incluso sin referirla al texto sagrado, como dar a cada uno lo que corresponde o distinguir adecuadamente las cosas, los asuntos según su naturaleza o su competencia. Pero la frase también ha sido comprendida como la necesaria separación entre los asuntos temporales y los celestiales. En este último sentido, resulta una expresión confusa, pues profundiza la separación entre lo terrenal y lo espiritual.
En el capítulo 22 del evangelio de Mateo, pasaje de la liturgia de hoy, hay tres preguntas realizadas a Jesús que tocan temas espinosos de política, moral, religión y legalidad. Son preguntas formuladas por las autoridades de Israel: fariseos, escribas, sacerdotes y herodianos (grupo que respalda al poder romano). Lo espinoso de los diálogos muestra que las relaciones entre ellos se han puesto muy tensas, pues las duras críticas de Jesús habían aumentado el resentimiento de los líderes judíos. En esta ocasión buscan tener de qué acusarle: “hacerle decir a Jesús algo que les diera motivo” para tenderle una trampa. Fingen algún tipo de curiosidad y simpatía por la opinión del profeta, llegan incluso a la adulación llamándole “Maestro” –con doble intencionalidad, porque ellos no le consideran un verdadero Rabbi– y afirman con lisonja: “tú dices la verdad, y […] enseñas de veras el camino de Dios”. “¡Hipócritas!”, les llama Jesús.
La pregunta entremezcla aspectos religiosos y políticos, y todos sabemos que esos dos factores juntos son sumamente peligrosos: “¿Está bien que paguemos impuestos al emperador romano, o no?”. A primera vista, y desde nuestra mentalidad moderna acostumbrada ya a la separación entre iglesia y estado, podríamos pensar que la respuesta es fácil: pagamos nuestros impuestos y cargas tributarias para contribuir al gasto social e invertir en aspectos prioritarios de salud, educación, paliación de la pobreza e inequidad. Pero la situación en Israel no era la de un estado de derecho, sino la de una nación ocupada por fuerzas opresoras de dominación. Por tanto, una vez más, Jesús se encuentra en una disyuntiva y verdadero apuro. Si respondía que sí se debían pagar impuestos al césar, entraría en contradicción con la multitud de judíos sencillos que le seguían y quienes sufrían la recaudación de un impuesto injusto, lo cual rechazaban. Si contrariamente negaba la legitimidad de este tributo, él mismo se arriesgaba a ser enjuiciado por insumisión al poder imperial.
La respuesta de Jesús es muy hábil, pasó de ser probado a ponerles a prueba. Les pide mostrar un denario y les pregunta por la imagen e inscripción acuñadas en la misma. Como en nuestros billetes y monedas oficiales -que muestran rostros de próceres y políticos ilustres-, ésta traía la imagen del césar. Por tanto, responde Jesús que dichas monedas, dinero e impuestos, pertenecen y sirven al césar. Como hoy, se trata del sistema-mundo de servidumbre que pertenece al poder político y económico, donde los ídolos son el dinero, el mercado, el sistema de precios, la eficacia, las deudas externas impagables a países empobrecidos; un sistema que se impone por encima de la vida humana y de la naturaleza, aplastándolos. Como ha afirmado el Arzobispo de Canterbury, su Gracia Justin Welby, se trata de “un modelo económico roto” que acentúa la brecha entre los más ricos y los más pobres y que evidencia la injusticia de los poderosos; un sistema donde los jueces deberían decidir las cuestiones basados en el bien común y no en función de la clase y el dinero. O como también ha señalado el Papa Francisco, un capitalismo salvaje que no tiene preocupaciones éticas, sino que conduce a la cultura del descarte, de la indiferencia y a la idolatría del dinero.
Jesús nos dice a nosotros y nosotras, sus escuchas modernos: la moneda idolátrica que es acuñada en el mercado pertenece al mundo del poder, pero ese poder no es el poder supremo. Jesús, en el evangelio de Mateo, afirma: den “a Dios lo que es de Dios”. El lugar más importante, también nos recuerda el profeta Isaías, es de Dios y del ser humano que él enaltece. Así las cosas, el ser humano, creatura hecha a imagen y semejanza de Dios, sólo le pertenece a él, no puede ser esclavizado y subsumido dentro de un sistema económico. La primera lectura nos recuerda a Ciro, quien reinó Persia en el siglo VI a.C., un político del diálogo y la tolerancia que permitió el retorno de los judíos en el destierro y la reconstrucción del Templo. Dios le recuerda a Ciro que su poder está en sus manos, pues él le ha elegido, ungido, llamado por su nombre y le ha dado un lugar de honor. Porque para Dios el ser humano –no los sistemas– es sagrado, es el valor supremo.
La frase de Jesús resume, en términos evangélicos, el diálogo necesario entre la Iglesia y el Estado, entre la religión y los campos sociopolítico y económico. Aun cuando la religión y la política económica sean instancias o campos diferenciados de la vida social, cada uno con su propia dinámica, Jesús no los pone en un mismo nivel, pero tampoco los desvincula. Existe un vínculo indisoluble entre ellos que es el sentido ético del proyecto de Dios y su justicia: la centralidad y sacralidad de la vida humana. Gracias a ese vínculo el creyente, en el ejercicio de su ministerio de servicio al Reino de Dios, ha de juzgar las instituciones, el sistema de mercado, la política –y los políticos-, el sistema de derecho, el Estado; y ha de hacerlo por su pecado estructural, cuando reproduzcan la injusticia, la violencia y la deshumanización.
Hermanos y hermanas, la Iglesia no se desentiende de los problemas de la sociedad actual; ella respeta las esferas, pero tiene una responsabilidad ética allí donde se violenta el derecho a la vida y a la justicia. Por encima del poder del dinero está el poder de Dios, encarnado y presente en la historia, que nos invita a una verdadera humanización de nuestras relaciones y de nuestras instituciones sociales; nos invita a superar la idolatría del dinero y del mercado, de la moda y del consumo, de la competitividad y el eficientismo. Dios y el ser humano -hecho a su imagen y semejanza- son sagrados y ocupan el primer lugar. La vida social exige la acción de los estados, pero éstos han de estar sujetos al servicio de los seres humanos, para el bien común y la promoción de la vida; y la Iglesia de Jesucristo sigue siendo esa reserva moral y de sentido que continúa llamando a la dignificación y el cuidado de la casa común.
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