Propio 21 (A) – 2020
September 27, 2020
La oración Colecta que señala la liturgia para el día de hoy nos resume el mensaje central de las lecciones: “Oh Dios, que manifiestas tu infinito poder especialmente mostrando piedad y misericordia”. (LOC. 150).
En la primera lectura, tomada del Libro de Ezequiel, Dios habla al profeta claramente para resaltar que, auque todos somos iguales ante Él, cada uno es responsable por sus propios actos, contrariando de esta forma el refrán tradicional: “Los padres comen uvas agrias y a los hijos se les destemplan los dientes”. Y es que en el pueblo de Israel existía la creencia (que todavía hoy -muchos siglos después- persiste en algunas confesiones religiosas) que los hijos cargaban con el castigo y la desgracia de los pecados de sus padres. Hoy, Dios nos dice: “A mí me pertenece todo ser humano, lo mismo el padre que el hijo”. Así, enseña el profeta, todos somos tratados con justicia e igualdad. Dios tiene en cuenta la persona y su dignidad individual.
Como si se tratara de una respuesta a esa justicia divina, el Salmo 25 nos trae una oración de súplica y confianza en el amor inmensurable de Dios que manifiesta su poder en piedad y misericordia perpetuas. Se trata de una oración que hoy debe retumbar en nuestro corazón: “Encamíname en tu verdad, y enséñame; porque tú eres el Dios de mi salvación; en ti he esperado todo el día”. Esta oración, unida a la de la colecta, nos hace tomar consciencia de que no cargamos con el castigo de nuestros padres ni de nadie más, como entendían los destinatarios de la profecía de Ezequiel, sino que somos amados por el Padre que nos ha hecho únicos y conoce nuestra historia personal; como a hijos, el Señor nos llama a cada uno y cada uno le responde desde lo que hay en su corazón y su ser individual.
Es por esto que en el Evangelio de Mateo encontramos un fuerte llamado a la coherencia entre lo que somos, decimos y hacemos. Jesús plantea la parábola de los dos hijos que son invitados por su padre a trabajar al viñedo; uno dice que no va a ir pero al final va, mientras que quien dice que sí va, finalmente no lo hace. Jesús es directo al invitarnos a no quedarnos sólo en las palabras, sino pasar al plano de los hechos. En efecto, cuando asistimos a la Iglesia, nos puede pasar como al segundo hijo, al que dijo que sí, y caer en la tentación de no atender al mensaje de amor, piedad y misercordia con los demás y con nosotros mismos.
Pero también están los que representan al primer hijo, al que dijo que no pero termina atiendiendo al llamado de su padre. Jesús narra que los recaudadores de impuestos y las prostitutas precederán a los sumos sacerdotes en el reino de los cielos. ¿Por qué si éstos están en todo momento hablando de Dios? Porque eran los rechazados y despreciados los que tenían un corazón dispuesto y abierto a escuchar la voz del Señor; fueron personas que se mostraron necesitadas de su misericordia y amor. Jesús reconoció en ellos al primer hijo de la parábola, por el dolor que sufrían, por ser excluidos y menospreciados; por ello se acercó a sanar sus heridas y a reestablecerles el valor que tenían como hijos e hijas de Dios, a rescatar su dignidad y hacerles sentir el gozo de saberse amados por lo que eran: seres humanos e hijos del Padre.
Recordemos que la sociedad a la que Jesús se dirige vivía en profundas divisiones. Los judíos tenían clasificadas a las personas a las que consideraban impuras, es decir, las que estaban más lejos de Dios. Los líderes religiosos se comportaban como el segundo hijo que por más que dijeran con sus labios “sí” al Señor, finalmente, con sus acciones, negaban lo que profesaban. Por eso, Jesús viene a los pequeños, a los humillados y marginados. San Pablo, en la carta a los Filipenses, nos anima a andar en ese amor que nos enseñó Jesús con su vida y ejemplo; el amor de quien que se hizo humilde y dejó los privilegios de ser el Hijo de Dios Todopoderoso, quien “renunció a lo que era suyo” y se vació a sí mismo hasta pasar por la cruel y tortuosa muerte en la cruz; él fue finalmente exaltado a la gloria de Dios Padre, resucitado como soberano sobre toda la creación.
Nuestra realidad no dista mucho de ser diferente, sólo han cambiado los rostros. En pleno siglo XXI existen profundas discriminaciones manifestadas en el racismo, la opresión a los migrantes, la exclusión de la comunidad LGTBI, el maltrato a las mujeres y la desigualdad de sus condiciones, las barreras sociales, entre otras. Esta paranoia de algunos grupos de querer sentirse superior a los demás, es una actitud contraria al mensaje del Evangelio. Jesús rompe absolutamente esa postura elitista de evitar reunirse con los impuros, al contrario, tuvo una predilección por todos los rechazados y humillados de aquella época: los pobres, los enfermos, las viudas, los recaudadores de impuestos y las prostitutas. Los sacó de la oscuridad más profunda a la que los había condenado aquel tipo de sociedad discriminadora.
Tengamos la plena convicción que con un corazón dispuesto y abierto al amor de Dios, encontraremos en Jesús el amigo fiel que nos restaura y levanta cuando caemos; en Él hallamos paz, aceptación y perdón, su mirada misericordiosa realza y dignifica nuestra humanidad sagrada. Hoy Jesús nos invita a vivir coherentemente en nuestro pensar, sentir, decir y actuar.
¡Qué toda nuestra vida, todo lo que somos, sea un reflejo del amor que nos transforma y así, hagamos realidad el Evangelio con nuestras acciones liberadoras y esperanzadoras en pro de los demás! ¡Amén!
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