Propio 14 (B) – 2015
August 10, 2015
Hermanos y hermanas: que el amor y la paz de Dios continúen llenando nuestros corazones y que el alimento de su Palabra nos siga fortaleciendo para que podamos continuar el camino durante esta nueva semana que iniciamos hoy.
Como nos habremos dado cuenta, desde hace uno tres domingos venimos leyendo el capítulo 6 del evangelio san Juan, donde Jesús expone toda una catequesis sobre el pan de vida que es él mismo. De hecho, durante este año litúrgico el evangelio que ilumina nuestras celebraciones es el de Marcos, pero al llegar al relato sobre la multiplicación de los panes, la liturgia abre un paréntesis y nos traslada a san Juan quien desarrolla con muchos más detalles e intensidad el mismo relato. Así que hoy y el próximo domingo nuestra reflexión estará centrada en las enseñanzas que Jesús dirige a sus discípulos y a todos sus oyentes a propósito del signo de la multiplicación maravillosa del pan.
Para ambientar el pasaje del evangelio que escuchamos hoy, la liturgia nos ofrece una partecita del relato de la marcha de Elías desde el norte de su país hasta el sur. Una marcha que está motivada por dos razones: la primera, el profeta ha sido amenazado de muerte por la reina Jezabel después de que Elías ha exterminado prácticamente a todos los profetas de Baal. Es importante recordar que Baal era el máximo dios de los cananeos, cuyo culto está imponiéndose por encima del culto y la fe en Yahveh. Elías es el símbolo de la defensa del yahvismo, y esto ha puesto en peligro su propia vida.
Podríamos pensar entonces que la marcha de Elías es una especie de huida para protegerse de las amenazas de la reina; sin embargo, hay algo más profundo, y esta es precisamente la segunda razón: el profeta se siente desanimado, sin fuerzas, como abandonado por el mismo Yahveh a quien ha servido y defendido con todas sus fuerzas; por eso, toma el camino, pero a poco andar se deja caer a la sombra de una retama y allí mismo desea morir, ¿qué sentido tiene seguir luchando? Él, que ha dedicado su vida a defender a su Dios, no cuenta con la protección ni la ayuda de nadie, ¿para qué vivir así?
He aquí el retrato de lo que quizás hemos experimentado nosotros alguna vez en nuestra vida; nos esforzamos por hacer las cosas según el querer de Dios, ponemos tal vez en riesgo nuestra seguridad personal por hacer el bien a los demás; pero en el momento de la desdicha y de las contradicciones, pareciera que a nadie le importáramos, ni siquiera al mismo Dios. Ahí viene la decepción y las ganas de dejarlo todo y huir sin rumbo.
Sin embargo, son estos los momentos en los cuales se pueden constatar varias cosas: primera, por ningún motivo Dios nos abandona; segunda, muchas veces en lo que hacemos no está tan claro el auténtico querer de Dios, sino nuestros propios gustos e intereses; tercera, con frecuencia, utilizamos la imagen de Dios para hacer brillar nuestra propia imagen, y cuarta, aunque podrían ser más, erróneamente pretendemos que por actuar en nombre de Dios deberíamos ser inmunes a las dificultades, los rechazos y la persecución.
Cuando nos sobrevienen estas crisis, como a Elías, Dios mismo se encarga de llevarnos al desierto para realimentarnos allí con su amor y con su Palabra. Cómo será de potente ese alimento que Dios ofrece, que fue capaz de reanimar a Elías y darle fuerzas para continuar caminando cuarenta días por el desierto hasta llegar al monte Horeb a reencontrarse consigo mismo y con Dios.
Es lo que Jesús trata también de hacer entender a sus oyentes. Recordemos que según el relato de san Juan, Jesús dio de comer a cinco mil personas, pero al parecer ninguno de los que comieron de ese pan y de esos peces, comprendió exactamente el sentido de aquel alimento. Para todos los que estaban allí, este alimento maravilloso no fue más que el signo de que ya había aparecido el profeta que había de venir al mundo (Juan 6:14). La gente sólo vio el lado material del signo; con Jesús, todos los problemas de hambre y de carencias materiales empezaban a desaparecer; él se encargaría de solucionarlos; ya no era necesario trabajar ni desgastarse más en la lucha diaria por la sobrevivencia.
Y nos dice san Juan que “Jesús, conociendo que pensaban venir para llevárselo y proclamarlo rey, se retiró de nuevo al monte, él solo” (Juan 6:15).
Al día siguiente, cuando de nuevo la gente encuentra a Jesús, él se autoproclama como el pan de la vida: “Yo soy el pan de la vida: el que viene a mí no pasara hambre, el que cree en mí no pasará nunca sed” (Juan 6:35). La clave para poder entender el signo de la multiplicación del pan está entonces en la fe: sólo el que cree en Jesús tendrá ese alimento que perdura hasta la vida eterna.
Pero inmediatamente viene la reacción de los judíos que lo escuchaban: “¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre?” Preguntémonos nosotros ahora, ¿cuáles son las dudas y obstáculos que surgen en nuestro corazón que no nos permiten entender a cabalidad la invitación que nos hace Jesús para que nos dejemos alimentar con ese alimento imperecedero que es su propio testimonio de vida y su palabra?
Ante todas nuestras dudas y resistencias, conscientes o inconscientes, para aceptar a Jesús como alimento de nuestra vida, tengamos siempre presente una cosa: esto no es obra de la razón; es por encima de todo, obra de la fe, obra del mismo Dios. Dejemos que resuenen una vez más las palabras del Evangelio que escuchamos hoy: “nadie puede venir a mí sino el Padre que me envió…”
Nuestras solas fuerzas no nos conducen a ninguna parte; nuestra fe es demasiado flaca y débil si creemos que ésta es un logro personal; a Jesús no le conocemos tal como es si nos basamos sólo en nuestras capacidades intelectuales, racionales; esta es una obra exclusiva del Padre: Él es quien suscita en nosotros la fe en su Hijo; sólo por Él somos capaces de adherir nuestra vida a la de Jesús y hacer de nuestra vida una experiencia de amor y de servicio al estilo del mismo Jesús.
Ahora bien, vivir nuestra vida al estilo de Jesús implica asumir las dificultades, contradicciones y obstáculos del día a día como oportunidades que se nos presentan para fortalecernos, para entender que nada de esto son “ausencias” de Dios, sino todo lo contrario; todas esas situaciones reflejan aquel desierto que atravesó el pueblo de Israel, Moisés, Elías… y el mismo Jesús, desierto donde brilla con más intensidad esa presencia amorosa del Padre que nos asiste como a Elías con ese alimento que fortalece e impulsa a continuar el camino hasta el monte Horeb; es decir, hasta esa meta donde encontraremos el auténtico sentido de nuestra vida.
Roguemos entonces al Padre para que nos dé ese alimento que no perece: su Palabra, y que el cuerpo y la sangre de su Hijo sigan también alimentándonos hasta la vida eterna.
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