La Anunciación del Señor – 2012
March 27, 2012
Celebramos hoy la fiesta de la Anunciación de la encarnación del Hijo de Dios. La fe en la encarnación, explícitamente atestiguada al menos a partir del siglo II, era ya la fe de la Iglesia apostólica. Sin embargo, la fiesta del “anuncio de la divina encarnación a la bienaventurada Virgen María”, como se la denominó al principio, se menciona por primera vez en un texto del concilio de Toledo del año 656. Unos treinta años más tarde se encuentra también en Roma. La fecha del 25 de marzo no se impuso inmediatamente en todas partes. Todavía hacia el año 1000, en España, así como en otros ritos, se celebraba una semana antes de Navidad, es decir, el 18 de diciembre. Paulatinamente fue cundiendo la fecha del 25 de marzo.
La aparición en la tierra de un personaje extraordinario ha sido, con frecuencia, marcada, bien a priori o a posteriori, de manera portentosa. En el Antiguo Testamente hay muchas historias parecidas a la anunciación descrita por Lucas. Así, tenemos, por ejemplo el nacimiento de Isaac (Gn. 21: 5; 171,17) el de Esaú y Jacob (Gn. 25:21-26), el de José (Gn. 30:22-24), el de Sansón (Jueces 13:2-25) y el de Samuel (1 Samuel 1:1-20). San Lucas también ofrece la anunciación del nacimiento de Juan el Bautista (Lucas 1:5-25).
El objetivo que persiguen estas narraciones es el de familiarizar al lector y a los oyentes con la persona que va a nacer y con el papel que va ejercer en la historia de la salvación y de la humanidad. Evidentemente, el tono del anuncio indica siempre que se trata de un personaje importante. Por eso, siempre hay elementos que rayan con lo milagroso o extraordinario. Los progenitores del futuro personaje podrían ser ancianos o estériles o, en el caso de María, no estar casada. Para que en esas circunstancias se produzca un nacimiento se deben dar también unas intervenciones de lo alto.
En la primera lectura vemos que la profecía de Isaías al rey Acáz: “La joven está embarazada y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emanuel” (Isaías 7:14), mantuvo viva la ardiente esperanza en el nacimiento de un hijo de David por quien el Señor estaría finalmente y para siempre en medido se su pueblo. Ninguno de los herederos del trono, algunos de los cuales faltaron a su misión, era realmente Emanuel o “Dios con nosotros”. Por eso la esperanza fue apuntando siempre a otro descendiente de David, que sería alguien fuera de lo común. Este es Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, en quien la fe reconoce al Salvador anunciado.
Ahora pasemos brevemente nuestra atención a María. En el Antiguo Testamento hubo mujeres que jugaron un papel importante en el nacimiento de sus hijos profetas. Todas esas mujeres “gozaron del favor de Dios” y “Dios estaba con ellas”. Fueron ensalzadas y benditas. El Antiguo Testamento ni hubiera existido ni se hubiera escrito sin ellas. Tampoco el Nuevo Testamento hubiera existido sin el papel desempeñado por una mujer, en este caso, María.
Ahora bien, ¿cómo estas mujeres fueron capaces de acometer una empresa tan excelsa? Porque la primera reacción en ellas es de asombro e incluso de incredulidad. Una incredulidad en el mejor sentido de la palabra e implicada por lo inaudito del anuncio. María lo manifiesta expresamente: “¿Cómo sucederá eso si no convivo con un hombre?” (Lucas 1:34). Efectivamente, en el orden natural y establecido por Dios, es inaudito e imposible que un ser humano nazca sin la intervención de un hombre y una mujer.
Pero, el ángel Gabriel tiene la solución de un problema humanamente insoluble. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el consagrado que nazca llevará el título de Hijo de Dios” (Lucas 1: 35). Ante tales palabras ¿Qué se puede decir? No se entienden ni comprenden, pero como vienen de Dios no cabe menos que aceptarlas, y la joven María responde de una forma admirable: “Yo soy la esclava del Señor: que se cumpla en mi según tu palabra” (Lucas 1:38).
La respuesta de María merece nuestro aplauso pues no todas las mujeres hubieran respondido de semejante manera, aceptando la voluntad divina. La primera en felicitar a María fue su prima Isabel: “¡Dichosa tú que creíste!” (Lucas 1:45).
El prólogo del evangelio de san Juan aclara esto un poco más. “La luz verdadera…vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a quienes la recibieron, a los que creen en ella, los hizo capaces de ser hijos de Dios, ellos no han nacido de la sangre ni del deseo de la carne, ni del deseo del hombre, sino que fueron engendrados por Dios” (Juan 1:8-13). Es decir, que todo ser humano si recibe la Palabra de Dios se encontrará estrechamente relacionado con el misterio de Dios. Todo ser humano que acepte la palabra de Dios y crea, se convertirá en divino, con naturaleza no perecedera sino divina. Y ¿qué puede uno decir ante palabras tan sublimes? Lo mejor es responder como María: “Siervos, esclavos tuyos somos, oh Señor”.
Estamos rodeados por el misterio divino más de lo que nosotros nos imaginamos. La pena es que nuestros ojos no pueden percibir más allá de lo superficial de lo creado. Necesitamos ojos espirituales, ojos de fe para penetrar en el misterio. Mientras tanto también podemos seguir el ejemplo de María que “conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón” (Lucas 2:51).
Siempre que celebramos la eucaristía repetimos el saludo del ángel a María “¡El Señor está con vosotros!” Así, el objetivo principal de nuestras vidas es, como María, manifestar a todo el mundo la divinidad que llevamos en nuestro interior. Esta es la auténtica novedad que nos trajo Jesús. Él nos descubrió mejor que nadie la realización de Dios en su persona. Este objetivo no es fácil de conseguir, por eso debemos desearnos mutuamente, y sin cesar, lo que dijo el ángel: ¡Que el Señor esté siempre contigo!”
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