Epifanía 4 (A) – 2011
January 30, 2011
“Dichosos ustedes, cuando la gente los insulte y los maltrate, y cuando por causa mía los ataquen con toda clase de mentiras. Alégrense, estén contentos, porque van a recibir un gran premio en el cielo; pues así también persiguieron a los profetas que vivieron antes que ustedes” (Mateo 5: 10-12).
Las Bienaventuranzas o el Sermón de la montaña, como se le conoce a este pasaje de Mateo es una pieza clave para entender la propuesta del reino de los cielos presentada por Jesús, también se le conoce como su discurso inaugural. Su paralelo lo encontramos en el capitulo sexto de san Lucas (6: 20-23).
Una de las cosas impresionantes del modo de hablar de Jesús es que no se reserva nada. Todo lo expone en posición clara y abierta, sin ambigüedad, como si no le importara la crítica o perder puntos de popularidad por lo que dice. A decir verdad, a Jesús no hay necesidad de leerlo entre líneas, como adivinando lo que quiere decir. Con él se pueden firmar convenios en primera lectura porque todo lo que dice se puede escribir en letras grandes. Con él no necesitamos auxiliarnos de una lupa para leer las letras pequeñas que muchas veces acompañan los contratos que nos presentan las corporaciones humanas que andan detrás de nuestro dinero y que pueden terminar causándonos mucho daño.
La conclusión del sermón de la montaña es un buen ejemplo para ilustrar lo que acabamos de decir. Si bien es cierto que esta conclusión puede tornarse algo desconcertante para algunos de los que escucharon a Jesús aquel día, no es menos cierto que pone en alerta a sus seguidores de una gran verdad “que no todo es color de rosa, y que el camino al cielo no está amortiguado por una espesa alfombra roja”.
A decir verdad, esta forma de terminar no es exactamente lo que los oídos de la multitud que seguía a Jesús estarían esperando escuchar, no después de un discurso inaugural lleno de promesas del cielo. Es como llevar a alguien a lo más alto del entusiasmo y de repente dejarlo caer en picada a los abismos del desaliento. Esto puede asustar o hacer que mucha gente se sienta incómoda. Y es natural, el ser humano tiene una tendencia al bienestar que muchas veces lo imposibilita para hacer negociaciones pacíficas con cualquier forma de dolor y sufrimiento, no si lo puede evitar. Las palabras de Jesús no ocultan para nada que el compromiso con el reino de Dios puede afectarnos hasta en lo que más atesoramos, la propia vida.
Las últimas palabras del discurso de Jesús expresan verdades inexorables que se convierten en compañeras inseparables del evangelio bien vivido, propiamente anunciado y decididamente testimoniado; nos recuerdan que el reino de los cielos no solo trae consigo parabienes, también causa razones de temor: calumnia, odio, amenazas, despidos, deportación, persecución, encarcelamiento, muerte.
Estas advertencias ya están implícitas en el cuerpo general del discurso de Jesús, pero el evangelista Mateo las subraya en los versos del diez al doce del capítulo cinco de su libro. Es que las puntualizaciones son importantes, y la revisión de los detalles ayuda a esclarecer las expectativas.
¡Dichosos! ¡Bienaventurados! Son palabras que alegran nuestros corazones cuando las escuchamos, especialmente si nos las dicen a nosotros mismos y quien las dice es Jesús. Pero tienen su precio, hay que pagar por ellas. A unos les toca pagar más, a otros menos, pero algo hay que pagar, no se pueden dar por supuesto. No todos tenemos que ser perseguidos, o calumniados, o encarcelados para merecerlas, pero sí todos tenemos que poner algo sobre la mesa para obtenerlas. Eso es lo que sugiere el discurso de la montaña, sugiere que el reino de los cielos está a la disponibilidad de nosotros pero tenemos que colaborar de alguna forma para disfrutarlo a plenitud y facilitar que otros también gocen de él.
La cuestión a discernir es cómo colaborar, qué hacer. ¿Cómo participar de manera efectiva y creativa en un proyecto que lleva tantos siglos en desarrollo y que aún le falta para llegar a su etapa final? Jesús nos ofrece algunas posibilidades en el discurso de la montaña: ser misericordiosos y compasivos, luchar por la paz y la justicia, ser humildes de corazón. Estas cosas, cuando las hacemos bien, nos reportan la aprobación de Dios y la de los que le aman de verdad; también nos ganan el rechazo de los que obstaculizan el avance del plan de salvación de Dios por razones egoístas o simplemente por maldad. Cuando optamos seriamente por la buena noticia de Jesús contenida en los evangelios, nos exponemos a nosotros mismos a vivir bajo esta ley del doble efecto, y es difícil deshacerse de ella, es una consecuencia que ya viene adherida a la naturaleza del cristiano.
Si en este momento hacemos un reconocimiento de nuestra realidad inmediata y no tan inmediata, tal vez vamos a encontrar decenas de oportunidades donde definitivamente podemos ejercer la práctica de la caridad y de la misericordia de las que nos hablan las bienaventuranzas. Seguro que sin mucho esfuerzo encontraremos campo para trabajar por la justicia y la paz. Podemos mirar tan cerca como alrededor de la gente que está sentada con nosotros en esta iglesia, o tan lejos como África, Palestina o Haití. Podemos optar desde trabajar con los enfermos de nuestra comunidad, hasta envolvernos en la lucha por la reforma de inmigración o la aprobación del “Dream Act”.
La cuestión es identificar qué queremos hacer, dónde y cómo queremos hacerlo, y por quiénes queremos hacerlo. Una vez que hayamos hecho esas decisiones, podemos dejar el resto en las manos de Dios y seguir sus instrucciones. Posiblemente eso es lo que hicieron personas como Martín Luther King, Nelson Mandela, el arzobispo Romero, el arzobispo Desmond Tutu, la madre Teresa de Calcuta, César Chávez y muchos otros. Ellos abrazaron su causa y vivieron con las consecuencias en su propio tiempo.
Nuestro tiempo es hoy, reclamemos la parte del reino de los cielos que nos corresponde, abracemos la bienaventuranza que nos identifica.
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