Propio 24 (A) – 2014
October 19, 2014
“Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
La Palabra de Dios en este domingo nos coloca en una disyuntiva, estamos emplazados a escoger entre el reino de Dios o el reino de este mundo, por aquello de que “nadie puede servir a dos señores, pues, u odia a uno y ama al otro, o apreciará a uno y despreciará al otro. No pueden servir a Dios y al dinero” (Mateo 6: 24).
Esta disyuntiva se plantea ante los representantes de dos grupos influyentes en la vida religiosa y política de Israel: fariseos y herodianos; y en un momento de creciente tensión entre Jesús y las autoridades judías quienes se negaban a creer en él. Mateo descubre un complot premeditado en contra de Jesús cuando dice: “Entonces los fariseos y herodianos se reunieron para buscar un modo de enredarlo con sus palabras” (Mateo 22: 15). Fariseos y herodianos eran grupos con intereses opuestos, pero en esta ocasión se juntan con el firme propósito de hacer desaparecer a Jesús, que con su predicación y sus enseñanzas buscaba producir un cambio profundo en el corazón del hombre.
En el tiempo de Jesús, el pueblo de Israel estaba dominado política y militarmente por el Imperio Romano y muchos judíos que tenían un espíritu nacionalista buscaban acabar con la opresión romana y decían que era malo pagar impuestos a los opresores, pero cuando se encuentran con el avance del liderazgo de Jesús, llegan a traicionar sus propios sentimientos nacionalistas y su deseo de independencia y libertad. La predicación de Jesús perturbó tanto a los líderes judíos que prefirieron traicionar sus principios, aliándose a un emperador pagano antes que aceptar el mesianismo de Jesús. Por eso lo acusan de revoltoso y de estar animando una revolución contra Roma. Si lograban su propósito entonces los romanos lo arrestarían y lo matarían.
El asunto de la polémica va a ser, si se deben o no pagar el impuesto al emperador. Después de mucha adulación, los fariseos y herodianos le preguntan: ¿es lícito pagar el tributo al César, o no? La pregunta tiene su lógica pero a la vez es maliciosa e intentaba llevarlo a un terreno movedizo. La respuesta tenía que ser muy bien analizada; si contestaba que no, se ponían en contra del emperador a quien se tenía en lugar de un Dios, y si contestaba que sí, se echaba en contra al pueblo judío que estaba hastiado con el pago de los impuestos. Jesús al descubrir la malicia que envolvía la pregunta le dice, ¿por qué me tientan, hipócritas? y pidiendo ver una moneda, les hace otra pregunta: ¿de quién esta moneda? Del César, le contestaron. Entonces les dio una respuesta desconcertante: “Den al pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo 22:21).
Como la moneda llevaba la imagen del César, le pertenecía al César y había que dársela, pero el ser humano creado a imagen de Dios (Génesis 1: 27) se debe a su creador. Cada persona lleva sobre si el sello de Dios. “Por lo tanto, el hombre pertenece a Dios. Nuestros impuestos pertenecen al César, sin embargo, todos nosotros pertenecemos a Dios. Debemos entregar nuestros impuestos al César, y entregarnos nosotros mismos a Dios” (Tom Hale y Stephen Thorson, Apliquemos la Palabra, Un comentario practico del Nuevo Testamento, Primera versión en español, producida por Avance Evangélico Latino y Cook Comunication Ministries Internacional, NJ y Colorado, USA.
Jesús no buscaba separar lo humano de lo divino, pero nos exige establecer diferencias entre su reino y el reino de este mundo. Los cristianos aunque estamos en el mundo, no podemos idolatrar a nada ni a nadie. Tenemos que vivir nuestra fe en medio del mundo socio-político-económico con sus idolatrías. Desde ahí Jesús nos invita a profesar nuestra fe con autenticidad sopesando los bienes pasajeros y amando inmensamente los bienes eternos. Nos recuerda que estamos en el mundo pero que somos ciudadanos del reino celestial. Dice Jesús: “Ya no estoy en el mundo, mientras que ellos están en el mundo; yo voy hacia ti, Padre Santo, cuida en tu nombre, a los que me diste, para que sean uno como nosotros. Yo les comuniqué tu palabra, y el mundo los odió, porque no son del mundo. No pido que los saques del mundo, sino que los libres del Maligno. No son del mundo, igual que yo no soy del mundo” (Juan 17: 11, 14-16).
La respuesta de Jesús: “Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” nos muestra que nuestro Señor es un Dios celoso, que no comparte su gloria con ningún otro dios. Esto lo confirma el profeta Isaías en la primera lectura de hoy, cuando dice: “Yo soy el Señor, y no hay otro; fuera de mi no hay dios. Te pongo la insignia, aunque no me conoces, para que sepan de oriente a occidente, que no hay otro fuera de mi” (Isaías 45:5-6).
Este mensaje anunciado también por el apóstol san Pablo, como hemos escuchado en la Epístola (I Tesalonicenses 1:1-10), fue acogido con el gozo del Espíritu Santo por la comunidad cristiana de Tesalónica lo que la llevó a apartarse de los ídolos y a convertirse al Dios vivo y verdadero hasta el punto de llegar a ser un modelo para otras comunidades. Los tesalonicenses supieron mantenerse unidos a Dios con una fe firme, un amor entrañable y una esperanza perseverante en nuestro Señor Jesucristo a pesar de las muchas persecuciones que recibieron de su entorno. Ellos tenían los pies sobre la tierra y la mirada en Dios. Su esperanza estaba en Jesús a quien Dios resucitó de entre los muertos y quien volvería para rescatarlos de la muerte. En este sentido es fácil entender que ellos fueran mensajeros del evangelio de palabra y de obra.
El testimonio de los tesalonicenses en los comienzos de la Iglesia sigue siendo válido para nosotros en estos tiempos modernos donde todo lo que huela a evangelio es objeto de burla y desprecio por muchas personas e instituciones y donde la persecución toma el nombre del descrédito. En esta circunstancia es difícil ser testigo de Dios; a veces nos acobardamos, no nos gusta enfrentarnos a las dificultades ni a la persecución, pero cuando llega debemos aceptarla con ánimo tranquilo como manda el apóstol Pedro: “Queridos, no se extrañen del incendio que ha estallado contra ustedes, como si fuera algo extraordinario; alégrense más bien, de compartir los sufrimientos de Cristo, y así cuando se revele su gloria, ustedes también desbordarán de gozo y alegría. Si los insultan por ser cristianos, dichosos ustedes, porque el Espíritu de Dios reposa sobre ustedes” (I Pedro 4:12-14).
Apartémonos del camino fácil, no busquemos seguridad en los poderes del mundo que aunque parezcan fuertes se deshacen como la nieve, más bien hagamos de Dios nuestro refugio y no tendremos miedo a la muerte, entonces podemos decir con san Pablo: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro, espada? En todas estas circunstancias salimos más que vencedores gracias al que nos amó. Estoy seguro que ni muerte ni vida, ni ángeles ni potestades, ni presente ni futuro, ni poderes, ni altura ni hondura, ni criatura alguna nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor” (Romanos 8:35, 37-39).
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