Propio 9 (A) – 2017
July 09, 2017
Uno de los grandes retos de la humanidad es aprender a conocer sus acciones y aceptar las consecuencias de las mismas. Ninguna persona toma una decisión buscando el sufrimiento o la tristeza, pues desde que se nace, se busca la felicidad en cada momento de nuestra vida.
Si aprendemos como lo hizo el esclavo de Abraham, y le rogamos a Dios que nos ayude para que las decisiones que tomamos en nuestra vida sean las mejores para nosotros, para nuestros seres queridos o para nuestra comunidad, podremos saber que Dios enviará señales que nos mostrarán el camino que debemos seguir, para que los resultados finales de nuestras decisiones sean los más adecuados para la salvación de nuestra alma y así mismo, traigan bendición para quienes nos han encomendado una tarea o misión en nuestra vida.
Desde la antigüedad los seres humanos han buscado el camino de la felicidad. Siempre han deseado tener una vida llena de gracia y se han esforzado por permanecer hermosos y exitosos para su entorno. Si tomamos verdadera conciencia de ser hijos e hijas de Dios, creados a su imagen y semejanza, no deberíamos preocuparnos por las banalidades del mundo. No está en nuestra fortaleza ni en nuestro esfuerzo el lograr un reconocimiento. Es la misericordia divina la que prepara nuestro camino y permite la victoria sobre los retos que presenta la vida.
A veces nos preocupamos por el legado de nuestra existencia. Nos preocupa qué herencia tendrán nuestras generaciones. Sin embargo, más allá de un buen actuar, es un actuar de la mano de Dios, lo que realmente garantiza que perdure nuestra dicha y que la bendición la reciban los hijos de nuestros hijos, como la recibió Isaac, como la recibió su esposa Rebeca y toda su descendencia.
El evangelio de San Mateo nos invita a que en nuestra vida nos preguntemos qué es lo mejor, que le agrada a Dios y qué es lo perfecto para Dios. Si por un instante buscamos nuestros propios intereses dejando a un lado las cosas de Dios, terminaremos tristes y llorando y no como Dios siempre lo ha querido, es decir, viviendo su dicha y su fortuna.
La invitación que la Palabra de Dios nos hace en este quinto domingo después de pentecostés es para que sepamos que solo los sencillos y los humildes podrán entender la pedagogía del amor y la felicidad que el Señor nos ofrece.
No pensemos que la sabiduría y el entendimiento que son dados por el espíritu de Dios, pertenecen a nuestra naturaleza humana. La soberbia del conocimiento y del poder que el mundo nos invita a vivir es una banalidad, ciega nuestras decisiones y nos aleja del gozo y de la paz preparados para los hijos de Dios.
Si a la manera de Jesús, pasamos nuestra vida haciendo el bien, estaremos demostrando a todas las personas que realmente conocemos a nuestro Salvador y conociéndolo a Él, también estaremos reconociendo a nuestro Padre Dios.
La voluntad de Dios se nos da a conocer mediante la imitación de las obras de su hijo Jesucristo. Solo la fuerza del espíritu nos entregará la fortaleza necesaria para no sucumbir frente al cansancio de los trabajos y cargas que esta vida nos presenta. La promesa de Dios en esta tierra está dada en el gozo y la felicidad. Aceptemos con agrado los sacrificios y el yugo que Él nos coloca para que aprendamos a ser pacientes y humildes de corazón. Recordemos que Él nos dice que su yugo es llevadero y su carga ligera.
En este domingo, traigo a mi memoria las palabras que pronunciaba un sacerdote chileno, en los momentos de dificultad y de prueba y como respuesta a aquellos que le preguntaban cómo se encontraba. “Contento, Señor Contento de sentirme amado y poder amar” –contestaba. En lugar de maldecir bendecía su situación y el momento amargo era llevadero gracias al acompañamiento que Dios presta a sus hijos amados en el día de prueba, ya que Él no abandona. Dios da respuestas y paciencia frente a las adversidades.
Si queremos entender el resultado final de nuestras acciones, debemos tener consciencia de nuestra condición humana frágil y pecadora. Este es el primer paso para aprender a realizar el bien que siempre queremos hacer a nuestros hermanos y a nosotros mismos. Si aprendemos a gustar de la ley de Dios, a vivir sus mandatos que están fundamentados en un amor con sacrificio, entenderemos que los resultados finales de nuestras acciones traerán dicha y felicidad.
El segundo paso será el aprender de nuestros errores pues como dice San Pablo, en algunas oportunidades de nuestra vida terminamos haciendo el mal que no queremos, buscando realizar el bien. Por esto, como nos recuerda el apóstol, debo reconocer que no soy yo quien hace el mal, sino el pecado que está en mí, y es ese pecado, la ausencia de Dios en mi vida que de manera necia me inclina a caer continuamente en el error agotando mis fuerzas y apagando la esperanza que puedo tener.
Solo un alto en el camino de mi vida, una reflexión basada en los ejemplos de Jesús y entrando en una conexión con mi Padre Dios, me permiten cargar fuerzas y enfocar esfuerzos hacia una meta, pero no en la soledad de mi humanidad, sino en el hacerlo unido a Dios, que ilumina, que robustece y lleva a feliz término la labor que me propone en mi existencia.
Hermanos y hermanas, seamos conscientes de que fuimos creados para hacer el bien, para vivir conforme a la voluntad de Dios y poder ser testigos del amor que nos manifestó en la entrega de su querido Hijo por nuestra salvación. Cada uno de nosotros no puede ser inferior a este don que se nos dio a cada uno de nosotros, sus hijos amados y amadas.
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