Fiesta de Santa María Virgen – 2014
August 15, 2014
En este día la Iglesia recuerda a la madre de Jesús con el título de Santa María Virgen. La honramos como a todos los santos por su virtuosa y santa vida. María entre los santos ocupa un lugar especial, tal vez por eso el Libro de Oración Común dedica tres fiestas a honrar su memoria durante el Año Litúrgico, como son: la fiesta de la Anunciación el 25 de marzo, la Visitación el 31 de mayo y la que hoy celebramos: santa María Virgen. Celebrar la fiesta (recuerdo) de la madre de nuestro Señor Jesucristo es motivo de gozo y alegría para todo el pueblo cristiano, porque creemos en la comunión de los santos como bien profesamos en el credo de Nicea.
La santidad de María depende de su fe, de su aceptación y su confianza y abandono a la voluntad de Dios. “Yo soy la esclava del Señor, que se cumpla en mí su palabra”, le dijo al Ángel Gabriel el día de la anunciación (Lucas 1:38). “Dichosa tú que has creído, porque han de cumplirse las cosas que el Señor te ha dicho”, le dijo Isabel, madre de Juan Bautista, cuando María después de recibir el anuncio del ángel fue a visitarla y a quedarse a vivir con ella durante tres meses en la montaña de Judea (Lucas 1:45). En la bodas de Caná de Galilea donde su Hijo Jesús hizo su primer milagro y manifestó su gloria, nos manda creer y obedecer a Jesús: “Hagan todo lo que él les diga” (Juan 2:5).
Hoy, además de la santidad de María, hacemos memoria y meditamos sobre otra nota que la caracteriza: su virginidad. María fue virgen porque concibe y da a luz a su Hijo sin conocer ningún varón; de ahí su asombro ante las palabras del ángel: ¿Cómo será esto? Esta pregunta no surge de la incredulidad, sino del deseo que María tenía de saber la forma en que Dios haría este milagro. El ángel le dice que el Espíritu de Dios se posará sobre ella y que el niño que va a nacer será llamado Santo Hijo de Dios. Luego, para mostrarle el poder de Dios le dice: “También tu pariente Isabel va a tener un hijo… la que decían que no podía tener hijos, está encinta desde hace seis meses” (Lucas 1:36).
En el Antiguo Testamento se registran una serie de mujeres estériles que humanamente hablando no podían concebir y a quienes Dios después de escuchar sus ruegos, milagrosamente permitió que concibieran y dieran a luz a sus hijos, que más tarde se convirtieron en grandes líderes para su pueblo; como ejemplo tenemos a Sara e Isaac, Ana y Samuel. Y ya en la frontera entre el Antiguo y Nuevo Testamento tenemos a Isabel y Juan el Bautista. Finalmente inaugurando la nueva Alianza, nos encontramos con María y Jesús culminando esa serie de nacimientos milagrosos. María no debía tener miedo porque gozaba del favor de Dios. Ahora, supera a todas las mujeres del Antiguo Testamento pues concibe sin intervención de ningún varón por obra y gracia del Espíritu Santo, de aquella fuerza del amor de Dios que ha creado todas las cosas desde el principio y para quien nada hay imposible (Lucas 1:37). Si Dios pudo dar un hijo a mujeres estériles y de edad avanzada como Sara e Isabel, también podía dar un hijo a una virgen.
La fe de María pasa por la obediencia y sometimiento a la voluntad de Dios. Ella sabe que no basta creer, porque hasta los demonios también creen, y tiemblan de miedo (Santiago 2:19), es necesario creerle a Dios y servirle, como Abraham que no se reservó a su propio hijo Isaac; es decir, que su fe se mostró con hechos, y por sus hechos, su fe llegó a ser perfecta (Santiago 2:21-23). Así también María le cree a Dios, y le dio un sí profundo, como muestra de una fe pura y verdadera.
Ante los elogios de su prima Isabel María procede con humildad porque sabe que la gloria y la alabanza deben ser para nuestro Dios. Ella alaba a Dios por haberla elegido, para ser la madre del Salvador, siendo una humilde servidora. Comprende que la sabiduría de Dios es contraria a la del mundo y que Dios escoge a los que son débiles ante el mundo, para confundir a los orgullosos y hacerlos sus servidores. En el magníficat, María canta las misericordias de Dios. De sus labios sale una alabanza para el Señor, porque a través de su Hijo Jesucristo se cumpliría la promesa hecha a Abraham y se mostraría su gran misericordia y amor para todo el mundo, al enviar a su propio Hijo a salvar no solo a los judíos, sino a toda la humanidad. San Juan lo dice así: “Pues Dios amó tanto al mundo, que dio a su hijo único, para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16).
María es la mujer del silencio, meditaba y guardaba en su corazón y no hacia alarde de los piropos que le daban a su Hijo. Ella habla en la anunciación del ángel, en la visitación a su prima Isabel y al comienzo de la vida pública de Jesús en las bodas de Caná de Galilea; luego calla, entendiendo que así cumple mejor su misión. Dice el teólogo José Luis Martin Descalzo que “este silencio le sirve a la vez, para cumplir su misión y para respetar la de su Hijo. María sabe que su misión era como la de Juan el Bautista, preparatoria. Ella desde su silencio colabora mucho más eficazmente con su Hijo a través de la fe, de lo que hubiera hecho desde su presencia. Ella entra en el silencio de Dios, para que los demás oigan mejor su voz, y aprendan para cuando a ellos le hable en ese silencio” (Martin Descalzo, José Luis, Vida y Misterio de Jesús de Nazaret, tomo II, pág. 264-265, ediciones Sígueme, décima ed., Salamanca 1994).
Esta actitud silenciosa de María no significa que ella se desentendió de la obra de Jesús, con esto, ella solo buscaba vencer, como todos los santos, la tentación de la vanagloria que cualquier madre pudiera tener ante los elogios que le hacen a su hijo. “Desde el rechazo a toda glorificación, ella salva su humildad y mantiene con ello un máximo de eficacia en su colaboración con Jesús-sacerdote. Y el mismo Jesús la defiende contra las beatificaciones inoportunas y equivocadas, que no respetan, dese una visión demasiado humana, la escala de valores, tal y como Dios la ha ordenado” (Martín Descalzo, José Luis, op. cit., página 364).
Pensemos como Dios actúa en nosotros a través de la figura de María y descubramos el rostro maternal y tierno de Dios. Como ella, dejemos que Dios fecunde nuestras entrañas, para luego alumbrarlo en todos nuestros ambientes, de tal forma que él sea creído, obedecido y amado por todos. Entonces podremos decir con María: “Mi alma alaba la grandeza del Señor, porque el Todopoderoso ha hecho en mi grandes cosas”.
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